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Se espera la asistencia de 50 mil visitantes en los cinco días de feria (Foto: Archivo)

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Publicado 22 mayo 2014



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Ludovico Silva fue un autor inconmensurable, preocupado por ofrecer a sus lectores una comprensión amplia de los temas que examinó como intelectual. Este hombre consideró que el marxismo era un humanismo, fustigó las creencias que asumió el marxismo soviético al querer dividir el pensamiento de Marx en una etapa juvenil y otra de madurez. Esa discusión hundió al marxismo en el tránsito por un falso camino. El Marx joven, según esto, sería un intelectual entusiasta entrampado en el idealismo hegeliano, correspondiendo la madurez a su momento de captación científica. Ludovico comprendió a tiempo que esta taxonomía no hacía otra cosa que enturbiar las aguas en la comprensión de las propuestas del genio de Tréveris.

Marx no es divisible, ese error de interpretación lo cometió Luis Althusser. En su afán por darle una estructura a la obra de Marx, terminó construyendo un lenguaje inútil que terminaba por no comprender a Marx. Ludovico entendió que estaba en juego una interpretación holística del creador del Capital. No se podían seguir utilizando los vocablos de materialismo histórico y materialismo dialéctico. El pensador serio debía alejarse de los comentaristas y volver a la riqueza del manantial marxista. Los investigadores no podían dedicarse tan sólo a estudiar fragmentariamente la realidad o a realizar una lectura sintomal.

El intelectual marxista debía poseer una exégesis genética histórica de los hechos, era necesario leer a Marx en alemán, cosa que hizo Silva. Los manuales soviéticos no eran más que un fiasco, debíamos desmarcarnos de esa tradición. Una obra es grande porque convoca a la crítica y no al dogmatismo. Ludovico replantea problemas ingentes como el de la alienación. El marxismo implica un compromiso político. La obra de Marx es mucho más que las fórmulas mágicas que nos habían legado los dogmáticos. La revolución necesitaba volver al hombre. Si se quería romper con la cultura capitalista, el único camino plausible era la crítica. Ludovico, cónsono con lo que estaba sucediendo en el mundo de la teoría, reivindica la necesidad de ampliar el paradigma de comprensión.

Se hacía necesario examinar la vida inmaterial de los pueblos. Era menester estudiar la ideología. La teoría marxista se dio cuenta que había que trabajar con las categorías que desde 1844 había Marx enunciado en los Manuscritos Económicos Filosóficos y en la Ideología Alemana. El marxismo apunta a liberar al hombre del totalitarismo de la comprensión limitada. La vuelta al mundo griego significa reivindicar la grandeza de la dialéctica griega expresada en las obras de Platón y Aristóteles. Estos filósofos reivindicarán la noción de sistema y a su vez el diálogo como método. Platón juega a lo largo de su obra con la figura de Sócrates, él fue un intermediador en la construcción epistemológica.

Sócrates interpelaba a sus interlocutores en la búsqueda de la verdad. Había comprendido que no había mejor camino para la certeza que la controversia y el examen profundo que se debía realizar de los argumentos del otro. La virtud era la razón. La conciencia argumentativa iniciaba en Grecia el largo camino y fragua que le esperó con Kant, Hegel y Marx. La polis debía ser la garantía para los hombres. Esa razón controversial comienza a entenderse a sí misma en la modernidad. La revolución era generada por las pasiones. El instrumentalismo de los lógicos no era suficiente, había que descender a los arcanos del hombre y esa comprensión requeriría del juicio sobre la obra que estábamos construyendo.

El humanismo abre el camino a una infinidad de concepciones. La estética no podía dejarse de lado. Los hombres no podían convivir sin sus mitos y sus dioses; por estos el hombre griego estaba dispuesto a dar la vida, pero no sólo los griegos fueron presa de las voces de sus silencios y de las voces de sus héroes, sino también el hombre europeo. Todavía el racionalismo yacía estancado y no se planteaba la importancia de los otros. Al fragor de las batallas, de las producción incesante de conocimiento, África y América se expresan en las épicas que le corresponden. En 1492 América se expresa en la riqueza de sus pensamientos. La historia no podía seguir excluyendo las luchas y las batallas dadas en este continente en proceso de forja de una identidad cultural muy antigua.

Humanismo antiguo y humanismo marxista entretejen su argumentación al reivindicar la importancia que tuvo para el hombre clásico la noción de Estado. Los hombres debían servirlo, bien sea con su espada o con su pluma. Los hombres se baten a muerte por la continuidad de sus culturas. Los pensadores griegos entienden de la necesidad de reivindicar sus tradiciones. Aristóteles nos legará la expresión que el hombre es un son politicón y esto lo entienden los filósofos al fungir como asesores de los reyes. La filosofía había tomado el camino de la reivindicación del espíritu, contrariamente también de mantenimiento del orden.

La cultura occidental para pensadores como Heidegger había pelado el pedal al tomar la vía absoluta de la razón. Esa postura atractiva, sin duda ha sido discutida hasta la saciedad, se presume que lleva en su ser el irracionalismo, la crueldad, el totalitarismo. Heidegger sería acusado por pensadores como Herbert Marcuse, su alumno, de estar al servicio del nazismo y de no haber escrito ninguna misiva de protesta contra el terrorismo nazi-fascista.

Debemos aclarar, sin embargo, que en la obra filosófica de Martín Heidegger no existe una sola frase de alabanza a Hitler, cosa que no ocurre así en sus discursos políticos circunstanciales donde dice permanentemente ¡Heil Hitler!

Ludovico Silva ha entendido, como intelectual curtido y cultivado en la tradición marxista, que la cultura es fuerza y que los hombres han luchado desde la antigüedad en terrenos bañados de sangre. Toda historia necesita de una épica que reivindique las luchas de los pueblos. En Grecia coexistieron diversos discursos y enseñantes. La retórica fue un paso esencial que actuaba como recurso de consolidación de un criterio, el pensador actuaba apegado al poder y a los beneficios que esta actitud le concedía. No había cosa más interesante en el mundo griego que la política y la educación.

El filósofo debía tener el poder de la persuasión, debía comulgar con los dioses de su ciudad. Si se alejaba de esa postura, tomaba el camino de la rebelión, del descreimiento en una fe, esto lo hizo Sócrates y le costó la vida. Sócrates asumió la política como dignidad, como arrojo. Los hombres de clara razón no podían recular y negar sus ideas. Sócrates apostó al futuro y creyó que el futuro tenía reservado al hombre instituciones que hicieran posible llevar una vida digna, esto no ha ocurrido así, las perversiones, la guerra y las muertes han tomado las edades haciendo intraficable el camino hacia lo justo. La forja de un ideal humanista pasaba por la entrega y la convicción de que hacer el bien era el camino deseado.

Sócrates fue un filósofo inmensamente ridiculizado y despreciado por Nietzsche. Lo considera como un espíritu de la conformidad. Nietzsche enarboló las banderas de la desobediencia y de la sátira hacia todos aquellos espíritus que llegasen a pensar que la salvación era posible. Para este hombre, el cristianismo había erigido un imaginario del servilismo y de la alabanza hacia el rebaño, esta expresión ha sido discutida por distintas tradiciones desde ópticas diferentes. Nietzsche pregonaba el cinismo, la impostura.
Ludovico va a resaltar la inmensa importancia que tuvo la cultura renacentista en la fragua del humanismo. Era la vuelta hacia el hombre.

El mundo clásico griego creó una teología que se asentó luego en los argumentos de los grandes sistemas de la antigüedad. Platón enarbola la importancia del mundo de las ideas. Aristóteles, lanza en ristre, se asienta en su criterio de los universales in rerum para espantar la sacralidad del mundo religioso. La fuerza del espíritu estaba señalando su camino. La subjetividad no fue un descubrimiento del mundo griego. La Edad no dejó de postrarse a la fuerza de un Dios único y condenatorio que excomulgaba como impíos la seducción de los sentidos y los llamados del cuerpo. El mundo seguía dominado por la sacralidad.

Es justamente con el Renacimiento donde la construcción del humanismo debe buscar su asiento en la ciencia, en la pintura, en la estética, en un ejercicio de reactualización del mundo clásico y del mundo moderno. Ludovico ha evocado permanentemente a los grandes teóricos de occidente. Protágoras, al decir que el hombre es la medida de todas las cosas, no está haciendo sino situar la fuente de comprensión en la subjetividad. El hombre se sabe en sus emociones, ha comprendido que el diseño del ser de las cosas lo estipulamos nosotros mismos. En todo esto hay un esfuerzo de comprensión.

El hombre está sometido a su perfectibilidad, es él quien realiza los ajustes sobre las cosas, el goce de la prudencia hace posible la convivencia humana. El Renacimiento representa, por supuesto, el surgimiento de una nueva cultura, pero, como un salto dialéctico, este movimiento abre en su resurgir las ventanas al mundo clásico antiguo. Ya no será Dios el motivo fundamental sino las necesidades y apetitos del hombre, quien pone sobre el tapete su condición humana. En el Renacimiento hubo la necesidad de salir del claustro y del encierro que representaba la Edad Media.

Ludovico capta en este libro las tensiones históricas que suponen la interpretación del mundo. La historia no es exactamente un río de simplezas y de buenas intenciones, sino hombres y tradiciones que se disputan. Cada quien siente tener la razón.

Fuente: http://www.ciudadccs.info/?p=564380


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