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    Es la 18va edición del FiSahara y continúa manteniendo su espíritu primigenio: un grito de afirmación identitaria, un canto a la dignidad de un pueblo.

Durante varios días, la pantalla del festival FiSahara nos transporta a otros mundos y nos reafirma en el nuestro, para verlo luego con otros ojos, los del descubrimiento.

Antes de que el festival comience, hay un show musical. Música del desierto, la del pueblo saharaui, en idioma hassaniya (que es una variante del árabe). Yo lo veo sentado, sobre una manta en la arena, al lado de cinco chicas. 

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Cada una porta una melfa -así se llaman los vestidos- de un color diferente: naranja, verde, rosa, amarillo y celeste. Y todas están exultantes: levantan las manos durante el estribillo, cantan a los gritos, aplauden en cada estrofa. Siento que, al cabo, todo vale por eso, por el momento de alegría de un pueblo muy sufrido, demasiado.

Los saharauis fueron expulsados de sus tierras a partir de 1975. España había gobernado el territorio del Sáhara Occidental durante casi un siglo pero, a la hora de irse, casi en el fin de la ola de descolonizaciones africanas, cometió una verdadera infamia. En vez de dejar el territorio a los locales, lo dividió en dos y lo cedió a Marruecos y Mauritania. Ese fue el pecado original, del que nacieron todos los otros. Luego los mauritanos renunciaron a su parte, Maruecos se quedó con todo y los saharauis -reprimidos, marginados, combatidos y discriminados- debieron marchar al exilio.

Argelia los alojó desde entonces. Fue -y aún es- un gesto enorme, impagable, pero, aún así, los saharauis continúan siendo refugiados, y lo serán hasta tanto no los dejen volver a sus tierras. Para eso luchan, por el soñado regreso. Es una lucha que se da en muchos terrenos: el militar y político -con la creación del Frente Polisario-, el diplomático y uno que es demasiado importante: el cultural. Por eso es que el cine aquí es un arma, un arma cultural y política de creatividad y liberación.

Luego de la música y los discursos de presentación, entonces, comienzan las proyecciones.

La primera película se llama "Insumisas", y trata sobre la lucha de las mujeres saharauis contra la ocupación marroquí. Pero la verdad es que la película es lo de menos. Lo más importante es el festival de cine de por sí, el hecho de que se pueda organizar un evento así, tan lindo y tan alegre, en un campamento de refugiados. Eso es un verdadero triunfo de la vida, la resistencia y la organización.

La programación de cada día se exhibe en carpas. I Foto: Fernando Duclos

Porque, seamos sinceros, al pensar en un campo de refugiados, la última imagen que se nos viene a la cabeza es la de un festival de cine. Pero los saharauis lo lograron, a fuerza de voluntad y empeño. Luchar contra el desarraigo con cultura; cine para matar las penas. Todo eso es lo que flota en el aire mientras las luces del proyector impactan en la pantalla blanca, se mezclan con la luz de las estrellas y la brisa nocturna del Sahara nos obliga a echar mano de nuestros abrigos... todo eso, tantos años de lucha, de recuerdos y de memoria. Es la 18va edición del festival y continúa manteniendo su espíritu primigenio: un grito de afirmación identitaria, un canto a la dignidad de un pueblo.

A medida que el film avanza, las cinco mujeres coloridas, sentadas a mi lado, cambian gritos por concentración. Durante varios días, la pantalla nos transporta a otros mundos y nos reafirma en el nuestro, para verlo luego con otros ojos, los del descubrimiento. Cine en un campamento de refugiados. Magia en estado puro. Sin dudas, una de las ideas más hermosas que existen en este mundo.


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