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El periódico

El periódico 'Charlie Hebdo' fue blanco de otro atentado a manos del Estado Islámico, en el que murieron 12 personas. | Foto: Reuters

Publicado 15 enero 2016



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Entender la relación entre la violencia dentro de un país y su agresión más allá de las fronteras es esencial para poder elaborar políticas que combatan la radicalización. 

La guerra contra el terrorismo entró en nuevo terreno luego del atentado a Charlie Hebdo. Si bien los ataques de París que tuvieron lugar el 13 de noviembre llevaron a Francia a declararle la guerra al Estado Islámico, el catalizador de la guerra ideológica fue el ataque del 7 de enero.

El atentado fue formulado inmediatamente bajo el discurso de la guerra contra el terrorismo, es decir, como “un ataque contra la libertad de Occidente” perpetrado por los musulmanes que “desprecian la libertad”. El hecho de que los caricaturistas en las oficinas de Charlie Hebdo se burlaran del grupo más reseñado y perseguido de Francia apenas se mencionó.

Por lo visto, si no hablas francés, te pierdes la “ironía” del humor de Charlie Hebdo al atacar a miembros vulnerables de la sociedad. Su supuesto humor “situacional” existe dentro de una tradición de izquierda, por lo que la revista, exceptuando a algún que otro crítico, fue aplaudida y liberada de toda culpa con la lluvia de solidaridad que le siguió a los asesinatos.

Inmediatamente después del desastre, la mayoría se identificaba con la frase de Evelyn Beatrice Hall que evoca a Voltaire. Asimismo, el sentir del público se popularizó con la etiqueta #JeSuisCharlie, que Dyab Abou Jahjah subvirtió maravillosamente con el siguiente tuit: “Yo no soy Charlie; yo soy Ahmed, el policía que murió. Charlie ridiculizó mi fe y mi cultura, y yo morí defendiendo su derecho a hacerlo.” El oficial de policía al que Jahjah alude recibió un disparo cuando los agresores huían de la sede de la revista.

La evidente moraleja que cualquiera de nosotros podría obtener de la sátira, que ciertamente tampoco merecía la pena de muerte, fue ensalzada constantemente después de los ataques, lo que planteó el problema del multiculturalismo como política de Estado (un concepto increíblemente errado) y cuestionó la naturaleza de la tolerancia política en la era del terror. De igual forma, comentaristas y analistas sostenían que en las sociedades civilizadas, nadie moría por simplemente tener ideas o expresar opiniones. Ojalá eso fuese cierto. Desde 2001, la lista de personas asesinadas por pensar diferente es larga; y, como reportó recientemente la revista Vice, los aviones franceses ejecutan de forma extrajudicial a ciudadanos franceses con los bombardeos a Siria.

Los agresores, que emplean tácticas de terror, se han referido una y otra vez a los exabruptos cometidos en la guerra contra el terrorismo como un factor de motivación. El entender la relación causal entre la agresión en el extranjero y la violencia en casa es primordial para elaborar políticas que puedan combatir la radicalización. Pero las clases políticas persisten con las mitologías simplistas para crear políticas y medidas de vigilancia de las que se pueden aprovechar.

Los dos sospechosos -que no fueron procesados, sino asesinados- eran Cherif y Said Kouachi, hermanos de ascendencia algeria, nacidos en la periferia de París; sus vidas empeoraron de forma significativa después de la muerte de su padre; y quedaron huérfanos a los 10 y 12 años cuando su madre también falleció. A partir de ese momento, los hermanos Kouachi cayeron en una vida de delincuencia y crímenes menores. Su historia no es poco común en los desfavorecidos suburbios de París, conocidos de forma peyorativa como los Banlieues.

No obstante, la alienación de clases no aclara ni justifica los atentados; tampoco explica por qué muchos de los ciudadanos franceses atraídos por grupos militantes, como el llamado Estado Islámico, son de clase media.

Los servicios de inteligencia concluyen que el camino de los hermanos Kouachi hacia el asesinato en masa se inició durante el tiempo que Cherif Kouachi pasó en prisión. Las agencias francesas de inteligencia tomaron consciencia de la militancia política de Cherif en 2005, cuando le frustaron sus presuntos planes de luchar contra la ocupación de Irak; planes que habían sido motivados, según indicó en su juicio, por los abusos de la prisión Abu Ghraib.

Antes de eso, Cherif era conocido por tener una interpretación bastante laxa del islam; pero dada la composición del sistema penal francés, no es difícil imaginar que su radicalización política comenzase en prisión. En un país en el que menos de 10% practica la fe musulmana (recoger datos censales es ilegal en Francia, por lo que los números nunca serán totalmente exactos), entre  60 y 70% de su población carcelaria está compuesta por musulmanes, según cifras no oficiales.

Luego del encarcelamiento, Cherif y sus afiliados vieron en Francia los problemas que creían ver solo fuera de ella. La regulación del uso del velo en público y los cambios generales en la interpretación francesa del laicismo o secularidad del Estado incrementaron la sensación de victimización. Las acciones militares en antiguas colonias africanas, donde tropas francesas eran acusadas de una serie de abusos, incluyendo abusos sexuales a chicos jóvenes, avivaron las llamas. En el verano de 2014, autoridades francesas prohibieron las demostraciones de solidaridad con los palestinos, quienes en ese momento estaban bajo el constante ataque de Israel, lo que obviamente exacerbó la sensación de victimización y persecución política por tener opiniones legítimas y simplemente políticas.

No obstante, aun ante estas circunstancias, el islam seguía siendo objeto de burlas de grandes sectores de la izquierda francesa, cuya arrogancia y ateísmo recalcitrante ha causado que gran parte de la población migrante de Francia se afilie e identifique con expresiones políticas de la derecha, tal y como lo ejemplificó el asediado y polémico humorista Dieudonné.

Charb, el antiguo editor en jefe de Charlie Hebdo, y quien fue uno de los 12 asesinados el pasado 7 de enero, se negaba a autocensurarse pese a los crecientes signos de islamofobia que ya presentaba la sociedad francesa. Asimismo, no se arrepentía de haber publicado caricaturas del profeta Mahoma como terrorista, ya que se oponía a la idea de que las personas no creyentes tuviesen que dejar en paz aquello que fuese considerado sagrado por los seguidores del islam.

Las provocaciones que maquinaban en las oficinas de Charlie Hebdo a menudo solían ser groseras y de mal gusto; no obstante, esto no justifica de ningún modo los asesinatos. Es un fenómeno interesante que una cultura política confunda contextualización con apología de la criminalidad. En una realidad en la que los hermanos Kouachi murieron a tiros, su culpabilidad la determinaron las balas que los mataron.

Occidente en general, no solo Francia, debería escuchar cuáles son las causas de esa violencia. La masacre en el Bataclán y los distintos ataques de noviembre son una prueba más de la necesidad de afrontar los problemas directamente; problemas que no existen en Raqa, por cierto. Las nuevas instalaciones de Charlie Hebdo se encuentran en una cámara secreta, cerrada herméticamente y con alta seguridad. Esta es una gran metáfora de una sociedad que se niega a enfrentar la violencia que cosecha.

En lugar de abordar los problemas crecientes dentro de la sociedad francesa, el primer ministro Manuel Valls, quien es el Tony Blair de Francia, ha jurado abordar el “apartheid cultural” con el cierre de las mezquitas. Si bien  se amenazó con esto luego del atentado a Charlie Hedbo, la política se implementó después de los ataques de noviembre. En los próximos meses, se espera el cierre de hasta 160 mezquitas, y, según se informa, tres ya fueron cerradas en diciembre. Tan solo en los últimos dos meses del año 2105, se hicieron más de 2500 redadas que resultaron en cientos de detenidos. Asimismo, se han reportado hasta cuatro ataques antimusulmanes por día, según informó en noviembre del año pasado el Colectivo contra la Islamofobia en Francia (CCIF, por sus siglas en francés).

La clase política francesa, al igual que los editores de Charlie Hebdo, se ha comprometido a continuar y mantenerse firme con su línea política. Luego de los ataques de París en noviembre, el editor del diario Libération, Laurent Joffrin, declaró que era “imposible no vincular estos sangrientos ataques con aquellos que están ocurriendo en Oriente Medio, donde Francia desempeña su papel”, y luego ratificó que “nuestro país debe continuar sus acciones sin pestañear.”  Esas son unas declaraciones increíblemente descaradas y arrogantes, teniendo en cuenta que el terrorismo que ha alcanzado a Francia en los últimos años, según palabras de los propios agresores, tiene su origen en la política exterior y, como afirman analistas tan aclamados como Robert Fisk, en la historia colonial de Francia en el Magreb, particularmente en Algeria.  Un año después de que el torbellino de historia colonial comenzase a atormentar a Francia, no deberíamos seguir señalando como causa explicativa el amor de Charlie por la libertad, sino que deberíamos reconectarnos con las personalidades  intelectuales de la república; como Sartre, quien asoció el colonialismo y el neocolonialismo con la violencia política de la actualidad. Hoy en día ese tipo de pensamiento es más necesario que nunca.


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