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El 19 de septiembre, un sismo de magnitud 7,1 remeció de nueva cuenta la Ciudad de México –más común y entrañablemente conocida como el DeFectuoso, por las siglas de Distrito Federal.

El 19 de septiembre, un sismo de magnitud 7,1 remeció de nueva cuenta la Ciudad de México –más común y entrañablemente conocida como el DeFectuoso, por las siglas de Distrito Federal. | Foto: Alberto Torres

Publicado 3 octubre 2017



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El conflicto social, agudizado tras los terremotos, no está resuelto ni promete volver a inclinar la balanza del lado de las clases que hasta el 19 de septiembre pasado detentaban la hegemonía. 

Vivir en México es, en general, una situación de alto riesgo. Las particularidades pueden implicar extremos de violencia, si es usted periodista o si es mujer, por citar ejemplos muy visibles, aunque no exclusivos; mas hay también el extremo opuesto, es decir, el de los inmaculados cuellos blancos, el de quienes no sufren ni se acongojan, pues cuentan con cercos, blindajes, protecciones, complicidades que muy difícilmente llegan a dejar que se filtre alguna preocupación a ese círculo –que se autopercibe y se promueve así- impoluto.

En ese contexto, el pasado 7 de septiembre un fuerte sismo (sensible en la capital con una intensidad de 7.1 grados) afectó en particular los estados de Oaxaca y Chiapas, y desvió, comprensiblemente, la atención de dos temas que habían agitado la jornada política ese mismo día.

Uno fue la publicación de un megafraude [la Estafa maestra], mediante el cual por lo menos 11 dependencias de gobierno, como la Secretaría de Desarrollo Social, la de Educación Pública y la de Comunicaciones y Transportes, entre otras, habrían hecho desaparecer cerca de 7 mil 700 millones de pesos (más de 421 millones de dólares) a través de la entrega de dinero público a empresas fantasma cuya existencia se limitó al plazo indispensable para cobrar y robarse los recursos.

El otro evento fue la organizada y masiva repulsa del heroico pueblo oaxaqueño a la visita del presidente, Enrique Peña Nieto (EPN), hecho que requirió una importante concentración de elementos represivos, humanos y materiales, y que agudizó la furia vengativa de los "agentes del orden", luego de que un cohetón alcanzara un helicóptero de la comitiva presidencial.
Sin ahorrar dislates y declaraciones en estado inconveniente, EPN se montó desde la madrugada del 8 de septiembre en una campaña mediática que proponía al mandatario y su gabinete (su círculo de ministros, muchos embarrados en el megafraude recién destapado) como superhéroes y salvadores; poco menos que una liga de la justicia -de Petatiux, naturalmente-, desplegados, según las versiones oficiales y mediáticas, en los sitios más afectados por el movimiento telúrico del 7 de septiembre en el suroeste mexicano.

El 19 de septiembre, un sismo de magnitud 7,1 remeció de nueva cuenta la Ciudad de México –más común y entrañablemente conocida como el DeFectuoso, por las siglas de Distrito Federal, D.F., su nombre oficial hasta hace poco. Ocurrido al mediodía, y apenas minutos después del simulacro conmemorativo del terremoto que en 1985 devastó la enorme megalópolis, exactamente 32 años antes, el sacudón de este 2017 resultó más dañino debido a factores humanos que privan y se exacerban en el capitalismo dependiente de la era neoliberal, y que campea orondo en México desde 1982.

Además de sorprender a los ciudadanos en sus centros educativos y laborales, el movimiento de las capas terrestres corrió los velos, nada pudorosos, de la ambición sin más, que acompaña la especulación inmobiliaria, connatural a la cínica corrupción de la que presumen funcionarios estatales de todo nivel.

En paralelo, no obstante, la movilización ciudadana cundió y superó, por mucho, a la burocracia, oficial e informal, así como a los domados-cooptados, que también existen y, cuando no obedecieron los insistentes llamados de la abrumadora mayoría de medios serviles para resguardarse en su casa e intentaron salvar muchas vidas a punta de likes, salieron de buena voluntad a exhortar a quienes sí se movieron más allá de lo virtual para que obedecieran, volvieran a sus hogares y dejaran todo en manos de las diversas policías y de las Fuerzas Armadas. 

Enormes contingentes de voluntarios autorganizados emprendieron desde el primer momento las tareas de remoción de escombros, rescate de heridos, demolición o reforzamiento de estructuras dañadas, reparación de ductos de gas, agua, o instalaciones eléctricas; luego y en simultáneo (sin dejar de hacer una cosa se fueron presentando y resolviendo nuevas necesidades), vino la concentración, clasificación y distribución de acopios compuestos por alimentos, medicamentos, ropa, herramientas y materiales. También se han promovido los aportes con dinero, mediante depósitos a ciertas cuentas bancarias. El día después, miércoles 20 de septiembre, por ejemplo, fue tal la convocatoria para apoyar en Xochimilco que el tránsito vehicular hacia ese punto se tornó caótico y retrasó a quienes se desplazaban por ese medio, lo cual potenció la labor de lXs ciclistas y motociclistas, así como de quienes recorrieron a pie varios kilómetros hasta llegar a pueblos como el de San Gregorio, cuyas edificaciones resultaron muy afectadas.

La habitual tendencia a centralizar atención y apoyos en las capitales, sumado al abrumador despliegue policiaco-militar que desde el jueves 21 se volcó a tratar de retomar el control de las calles, influyeron para fortalecer la solidaridad ciudadana de la capital hacia los estados colindantes donde se registró el epicentro del sismo, Morelos y Puebla, entidades en las que rápidamente afloró la inmoral rapiña de la clase política mexicana. Se sucedieron allí las denuncias de acaparamiento y rempaquetamiento de víveres para adjudicárselos a gobiernos locales, premura contrastante con la lentitud para entregar o acudir siquiera a las comunidades más alejadas de las cabeceras municipales.

La disputa por el espacio público alcanzó múltiples cimas. En Ciudad de México la prisa por “limpiar” la imagen urbana llevó a las autoridades a reprimir, el viernes 22, a familiares de personas atrapadas, vecinos y brigadistas voluntarios que se oponían a la remoción de escombros con maquinaria pesada en sitios en los que aún había múltiples reportes de desaparecidas, amenaza que, clasistamente, se concretó en la esquina de Chimalpopoca y Bolívar, colonia Obrera, donde se encontraba un edificio de cuatro niveles en el que laboraban mayoritariamente mujeres dedicadas a la costura, de al menos tres empresas.

Atestiguar en los espacios más dañados la presencia de contingentes voluntarios procedentes de toda la república, desde Tijuana, en la frontera norte, hasta Atoyac e Iguala, en el Guerrero estado que bien honra su nombre, lo mismo que chiapanecos, regios, chihuahuenses, oaxacos o coahuilenses, es un indicio alentador de que el terremoto sacudió algo más que los suelos; numerosos funcionarios, desde el secretario de gobernación, gobernadores como el de Morelos, hasta varios presidentes municipales han sido echados por multitudes indignadas que les han frustrado las sesiones de selfies al grito de “¡pónganse a trabajar!”.

Las labores de socorro tampoco han sido detenidas para hacer espacio a la memoria y seguir reivindicando un creciente clamor de justicia y de digna rabia, y este 26 de septiembre, al cumplirse tres años de la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Normal rural de Ayotzinapa, una breve marcha silenciosa y un discreto pero concurrido y enérgico acto político insistieron en que “fue y es el Estado” el responsable, tanto del crimen de lesa humanidad, como de la impunidad imperante, de la revictimización del entorno social de los jóvenes normalistas o de los crecientes índices de violencia, particularmente dirigida contra sectores vulnerables e indóciles, como las mujeres que se organizan, los periodistas honestos o el estudiantado campesino, que al convertirse en magisterio rural canaliza y potencia en alternativas de organización los descontentos de sus comunidades.

El conflicto social, agudizado tras los terremotos, no está resuelto ni promete volver a inclinar la balanza del lado de las clases que hasta el 19 de septiembre pasado detentaban la hegemonía. No son más significativos los bares –llenos de bebensales- en la colonia Roma, pese a la notoria afectación de su antiquísima arquitectura, que las brigadas voluntarias de socorristas, mantenidas con inagotables esfuerzos por toda la geografía nacional. Pese a la presión de los jefes para acatar e implementar la “vuelta a la normalidad”, aún es fácil encontrar empleados públicos que exigen seriedad en la evaluación de edificaciones dañadas por los sismos, ante el peligro que representa regresar a laborar en ese tipo de edificios; algo similar seguirá ocurriendo con las conservadoras cifras oficiales, tanto en el D.F. como a nivel federal, pues día a día se multiplican los reportes y llamados de auxilio en zonas con grandes edificios a punto de derrumbarse, y que ponen en riesgo las vidas y seguridad de personas e inmuebles vecinos.

Una ciudadanía predominantemente joven y vuelta a sus cabales, a pesar de los ingentes recursos utilizados por el Estado para someterla a una imposición social del miedo, se muestra cada vez más indócil e indispuesta a regresar a una normalidad plagada de asesinatos, abusos de género, de autoridad, de todo tipo: a la “naturalización” de las decenas de miles de desapariciones forzadas, la corrupción simbolizada por casas blancas y la impunidad de familias dinásticas que mal-gobiernan y dilapidan la soberanía de un país que fue vanguardia de dignidad, de búsqueda y promoción de la paz y la justicia social.

El gobierno en turno sabe que el desastre ocasionado por los movimientos telúricos, como hace 32 años, puede convertirse en una crisis de vida que frene y revierta su estela de muerte, por lo que redobla ya su apuesta autoritaria y represiva. En ese marco se inscriben también los llamados de las universidades públicas al retorno a clases, aunque ha sido contenido, hasta el momento, por la organización estudiantil.

Las necesidades, tanto como los esfuerzos y apoyos hermanos, horizontales, siguen poblando las calles, los centros de acopio, los albergues para damnificados y para lXs inagotables voluntariXs. Parafraseando el adagio “la pelea es peleando”, la reconstrucción, material y social que México requiere, esa honda reconstrucción, es reconstruyendo: está donde no se acatan los llamados oprobiosos a la pasividad y la obediencia, y se trabaja arduamente, en cambio, junto a quienes no queremos volver a la normalidad de terror y de muerte.


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