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Soy Reportero
  • El refugiado y el cruce
Fecha de publicación 17 mayo 2016 - 02:35 PM

-¿De dónde vienes?

Duda. Podía elegir la respuesta incorrecta y no entrar. Por eso debía dudar.

Arshad nació en una familia baluchi, pueblo montañoso, agrícola, que mantiene tradiciones nómadas y se extiende por Irán o la India, pero sobre todo entre Afganistán y Pakistán. No hacía tanto iba diariamente a una universidad en Nimroz. Había llegado a la ciudad huyendo con solo 10 años. Resume las anteriores memorias con un "no podía vivir en casa. El ejército, los recuerdo en la puerta de casa. El ejército pakistaní... Cruzamos la frontera". Salieron de Pakistán camino Afganistán, pero sin abandonar el mundo baluchi. Sin embargo, pasaron los años y Nimroz no había arrojado esa seguridad. "Primero los talibanes, ¿ahora llegará el Daesh?" En las montañas, del lado de Afganistán, el movimiento talibán ya era fuerte antes de que la familia llegara, de la mano de un Mulá Omar que creció bajo la sombra de Occidente y Pakistán. Asesinado en 2011 por sus antiguos aliados, ya era demasiado tarde para parar una barbarie que dura más de 30 años. Regresar al otro lado no era una opción: Desde 2007 otros grupos talibanes se volvieron en contra de Pakistán: En 2015 murieron 1069 personas en el país, la "mejor" cifra en años (para Afganistán fue una de los peores). El ejército, el mismo que cobijó a Omar, controla amplios sectores del país. En medio, él y su familia, una inseguridad constante. Sus dos hermanos estaban casados. Él, soltero y con buen nivel de inglés. Sin más opciones, Arshad tomó la determinación de formar una avanzadilla junto a su amigo Kamalan con el único objetivo de escapar de una guerra interminable, donde los bandos vienen y van, pero la guerra permanece. En los preparativos su familia tuvo que deshacerse de artículos de valor para costear el viaje. Pero él abandonaba todo. Simplemente. Él, un moderno y adaptado Marco Polo que pide terminar una carrera de matemáticas a medio hacer.

Una travesía de más de 6.000 kilómetros y medio mundo por delante. Se despiden en una estación de Afganistán, segundo país del mundo que más refugiados ha provocado, para coger un bus camino a la frontera con Pakistán, la misma que frecuentan los talibanes. Donde, cuando era niño, era su hogar. Al llegar, desde Quetta suben a otro bus para entrar en el mundo persa. Irán se presenta como un viaje de resistencia. La gente, ocupada con otros asuntos, mira hacia otro lado cuando pasan, ellos solo están de paso. Ni miran, más bien. Tampoco hablan, una lengua les separa. Los días pasaron, y la novedad que era Irán, con sus nuevas gentes y lenguas, se convirtió en cotidiano. En uno de esos días conoció a Azad, que también camina hacia el este, como él. También es, o era, estudiante universitario. Su grupo es iraní y chií, por lo que todavía hablaban el mismo idioma que la población local, no estaban aislados como ellos, a pesar de caminar. Ya había conocido a otras personas que habían emprendido el camino hacia Europa, pero el tiempo que está con Azad entabla una verdadera amistad en todo el fluir de personas que vienen y van. Del resto, los conoció de todas las edades, tradiciones e ideologías, la mayoría solía tener buenos trabajos. Arshad empezaba a comprender su nueva condición en toda su magnitud. En Chabar, ya pasada la mitad del país, se subieron a la parte trasera de un camión, que les llevaría hasta Teherán. Y desde la capital enfocaban la trayectoria final en Irán.

El invierno empezaba a asomar, y por las noches el frío paraliza las articulaciones. La despedida era ya un recuerdo lejano. Pese al frío continúan, un paso y el siguiente, animando y animados. Y así, de un día para otro, comienzan a caer copos de nieve, que pronto inundan todo. Ante él, las montañas turcas. Estaban en Maku, uno de los pueblos más norteños, donde la población persa se funde con kurdos y turcos. Solo podían cruzar a pie, sin que nadie les viera. La frontera, antes abierta tanto para refugiados como para yihadistas, ahora estaba copada por el ejército y mafiosos en una política de puertas cerradas. Tenían que llegar a Dogubayazit para entrar en la península de Anatolia, en Turquía. Lo peor eran los pies. Siempre fríos, exhaustos, que dan un penúltimo paso, y otro, y otro más. En las montañas la nieve no deja de caer, el termómetro llega a marcar 10 grados. Su amigo Kamalan se resiste, ya había dejado todo atrás, no quería perder sus últimas pertenencias, a salvo en la bolsa de viaje que cargaba desde Pakistán. "Si esperaba más, quién sabe, podía morir, pero él no quería tirarla...". Finalmente tomó una decisión: Tendría que llegar a Europa con un móvil y una cartera, solo él. Sin mochila consiguen superar la nieve, sin saber muy bien cómo, solo caminando hacia adelante.

En Turquía le dicen lo que es, sin que él pudiera responder. Es un refugiado. Una condición. En medio de otras largas jornadas se encuentra a bastantes pakistaníes, que se habían visto obligados a hacer un alto en el camino y trabajar en el país para costearse una travesía tan cara y a la que todavía le falta recorrido. Los cálculos de Arshad cuadran, con el dinero que les queda podrían llegar a Europa. Habían vendido casi todo, allá en Afganistán. Así llegan a ese Estambul cuyas atalayas fueron el centro del mundo. Se hospeda en el hostal más humilde que encuentra. La empleada es una mujer siria, también se encuentra varada, a medio camino. Ella le pregunta si también viene de un campo de refugiados, los dos últimos huéspedes habían estado en uno ilegal, pero se marcharon para seguir intentando llegar a Europa. Con cierta inquietud y urgencia, entre toda la marea de gente, Arshad contacta con un mafioso. Éstos se apostan en los lugares clave, atentos para abordar a los refugiados como él. No reconocen a los que precisan de su ayuda por las mochilas, Kamalan apenas llevaba nada encima, ni si quiera por el aspecto, piensa Arshad. Es algo más. "No es un mal hombre", valora. Él les llevará lleva a un lugar cerca de Çannakale, en la costa. Por fin, Europa se acercaba. Todo irá mejor, más sencillo. Saldrán de madrugada. Le desea suerte a la mujer siria, que a juzgar por lo que ve, trabaja día y noche. En la siguiente puesta de sol saldrán para coger la lancha. "Aquí se enciende" les dice el mafioso. Pocas palabras, cero preparación y solos frente al mar. Arshad y Kamalan corren junto a sus nuevos y aleatorios compañeros de viaje, con los que embarcan todas las esperanzas y miedos. Entonces, antes de llegar al barco, la policía les descubre. Sienten que puede pasar cualquier cosa, pero los policías los dejan de vuelta en Estambul, donde ya no son asunto suyo. Otra vez, misma operación en Çannakale, e idéntido resultado. Le llega cierta información acerca de un pacto entre la Unión Europea y Turquía, pero todo es muy difuso. Una cosa está clara: El viaje se ha convertido en una contrarreloj, hay que llegar cuanto antes. Vuelta a Estambul. A la tercera, casi sin creerlo, Arshad llega corriendo a la barca y, sobre las olas, empezaron a ver las históricas islas griegas. Europa.

Hacía tiempo que había perdido a Azad, el persa. Él y sus compañeros habían tomado el rumbo a Izmir. La ciudad más europeizada de Turquía, con gusto por los rascacielos, acogía a un gran número de refugiados por su cercanía con los asentamientos griegos. 100 años atrás la propia Lesbos era Turquía. El grupo de iranís bien pudo haber sido el que se encuentra un periodista. Éste se identifica como tal, llegado de Lesbos y ansioso por compartir información. "Él es mi mannager", señada uno de los iranís a un hombre bien vestido. El grupo afirma ir a Egipto. El "mannager" juega a las cartas. Perdiendo, visiblemente nervioso, le pide al periodista su identificación personal. Chapurreando las cuatro frases de kurdo el redactor conquista su confianza, y el mannager se va tranquilo. Los iranís duermen sobre cartón en la estación, pero no les queda demasiado para que su viaje salga. Pese a todo animados, empiezan a compartir su sopa caliente. Porque claro, van a Egipto.

En el mar, la vida se resume en cada ola. Ese mar ya se cobró a casi 4000 personas. La impotencia asoma, nada puede hacerse salvo esperar, Arshad siente que quiere salirse de su propio cuerpo. Pero ese día el Egeo estaba en calma. "Salió muy barato, con poca gente y el mar tranquilo". Solo 700 euros, 2500 liras turcas. El ferry normal es un apacible viaje de hora y media a una isla turística que cuesta 80 liras, ida y vuelta. Lesbos. Dejan la embarcación cuanto antes, apresurados. Ni si quiera siente el frío del agua. Piensa en la mujer siria del hostal, mientras le tocan, había gente que les estaba esperando. Falto de información, yendo a no sabe dónde, lo acaban llevando a Moria, un campo de refugiados que parece más bien una cárcel, con sus vallas. "Soy universitario", se defiende, se considera apto. Una pirámide. Sus padres conocen la tierra mejor que nadie, pero no tiene un título que los avale. "Puedo hablar inglés, ¿cómo voy a ser del Estado Islámico? ¿Quién nos tiene miedo?¡Somos nosotros los que tenemos!". En dicha pirámide hay un sótano. Termina en un campo oficioso regido por voluntarios. Había llegado a tiempo como para no estar hacinado en el oficial, sin poder salir. Allí al primero que conoce es al marroquí Myrachid, que quiere ir a Alemania. Ni si quiera se planteó pasar por España, país referente en externalizar fronteras. Junto a ellos hay muchos otros refugiados, encallados, sin poder pedir asilo. En el campamento un voluntario le explica el pacto UE-Turquía. A la noche un temporal convierte la tierra de debajo de las tiendas en barro. Mejor que el mar. Europa.

La siguiente prueba es la gente de Frontex, la agencia de la Unión Europea, los policías de las fronteras. Entrenados para saber de dónde provienen. Éstos solo dejan continuar a personas de determinadas nacionalidades. Él, cuyo país no está oficialmente en guerra, teme. Una deportación a Turquía sería acabar en cualquier campo, a lo mejor a 800 kilómetros de la costa, en medio de nada. O peor, un avión de vuelta a Pakistán. Tras pasarla puede coger el ferry diario a Atenas, que navega todos los días abarrotado. Parece que la reluciente globalización no era tal, y que ahora está llegando, pero a la fuerza. En Idomeni, en la frontera cerrada con Macedonia se concentran más 10.000 refugiados. Al otro lado soldados desplegados. Firmar un papel, estar dentro de lo legal, solo fue una ilusión pasajera. El director griego Theo Angelopoulos retrató en El paso suspendido de la cigueña una ciudad fronteriza, en medio de la nada con múltiples nacionalidades y el ejército presente. "Si doy un paso más, muero". 20 años después, se convirtió en realidad.

Piensa en Azad, el persa. No sabe si habrá llegado a tiempo a Europa. Arshad y Kamalan siguen caminando. No saben que camino es mejor, preguntan sobre la marcha. No entienden la lengua, tal vez por eso no entienden porqué no les quieren. Si Arshad consigue superar las vallas y los ejércitos, quedará conseguir un trabajo y asentarse. Arshad, un moderno y adaptado Marco Polo con una carrera de matemáticas a medio empezar, y que solo pide terminarla.



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