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Soy Reportero
  • CON EL PUEBLO EN LA CALLE
Fecha de publicación 11 mayo 2017 - 05:23 PM

Tres son los valores que detesta la oligarquía: la democracia, la política, y la ciudadanía. Para todos ellos, uno es el objetivo: su destrucción.

Si algo atraviesa esas tres esferas de manera transversal es, sin lugar a dudas, la condición pública que en cada una de ellas anida. De modo que el método de destrucción por excelencia se termina traduciendo en un socavamiento constaste de lo público con el propósito de implantar a cambio su antagónico. Es decir, lo privado.

Hoy, luego de doce años y medio de gobiernos que apostaron por todo aquello a lo que la derecha aborrece, se encuentran ante un problema que de movida se les presenta difícil de desgranar. En lo que a la democracia refiere, fallaron al orquestar todo tipo de artimañas debilitadoras contra un proceso popular que a cada golpe se reponía con mayores fuerzas. El reflejo más fiel lo marcó el 9 de diciembre del 2015 cuando, por primera vez en los doscientos años de historia nacional, Cristina Fernández de Kirchner logró finalizar su mandato saliendo por la puerta grande de la Casa Rosada con las mismas convicciones con las que había entrado, para abrazarse junto a una marejada de pueblo que había ganado las calles para despedirla. En cuanto a la política, Néstor significó una bisagra para toda una generación que había concebido de ella el sinónimo de un vicio mezquino. Un primer anticipo lo marcó al ignorar el pliego de condiciones que del puño de Claudio Escribano los poderes concentrados le imponían, para viajar hasta la provincia de Entre Ríos a destrabar un conflicto que llevaba a los docentes luchando por más de tres meses fuera de las aulas. (Cualquier diferencia con la realidad actual no es coincidencia). Por la parte de la ciudadanía, el kirchnerismo reparó una falsa antinomia que colocaba a lo singular por fuera de los destinos comunes. En efecto, hizo carne en el pueblo derechos que durante décadas la oligarquía había señalado como alimento de utopías. Ese concepto infló sus velas al cristalizarse en la consigna “la Patria es el otro”, que pronunciara por primera vez Cristina en Puerto Madryn un 2 de abril del 2013; frase que interpeló a los argentinos y argentinas a tomar las demandas ajenas en piel propia.

Por eso odian al kirchnerismo. Porque asentó con creces las bases democráticas que los obliga a buscar el consenso de la sociedad civil para llevar adelante medidas que favorecen a tan solo una casta privilegiada. Eso somete su avance a lo que la comunidad organizada esté dispuesta a ceder, o disputar. Acción colectiva que se llama política por definición.

Frente a ese contexto, el margen de maniobras se les reduce, aunque no se les agota. Así es cómo ponderan el discurso de la gobernabilidad por sobre la representatividad; centro neurálgico de la democracia. Cancelada la causa al colocar el acento en la consecuencia, el camino comienza a allanárseles hacia la descalificación de la política. Propulsan representantes que detenten, por delegación, un poder para atender las demandas sociales, pero que utilicen ese poder en perjuicio de sus representados. Dentro de ese marco, los ciudadanos perciben cada día con mayor intensidad la necesidad de escuchar en las instituciones lo que ellos mismos expresan en las calles; e incluso de la manera en la que lo hacen. El pueblo está ya empalagado de las sobreactuaciones de opositores marxistas, pero no por Karl sino por Groucho, quien dijo: “Estos son mis principios. Si no les gustan, tengo otros”.

Con el desprestigio a la política, la oligarquía se asegura que cada vez sean más los argentinos y argentinas ensimismados que se refugian en lo privado bajo la decepción del “son todos iguales”. La fragmentación de la mayoría social es el boleto que les garantiza la menor resistencia posible a la perpetuación de políticas benefactoras de una minoría usurera.

Ello en conjunción con la instalación permanente de sentido común por parte de los grandes medios de comunicación, da forma a una ciudadanía alienada que solo es activa durante las elecciones, supeditada por su propia condición manipulable.   

De cara a ese mapa, el desafío a recoger por parte de la ciudadanía ejerciente es el de persuadir y convencer a la ciudadanía pasiva para que, en primera instancia comprenda e incorpore el comportamiento ciudadano, y segundo para que lo traduzca en las elecciones. De lo contrario, si esa porción social neutralizada no interpreta los mecanismos de dominación que la capturan, acompañará procesos populares para una elección por conveniencia coyuntural, pero los abandonará en la próxima. Lo que genera una fluctuación constante dentro del campo de fuerzas.

Ese es el motivo por el que la derecha se ofusca en degradar a diario la militancia. Porque resulta ser ésta el puente que une la costa política de la ciudadana. Entonces, se les torna imperioso anularle a la ciudadanía ejerciente su trayecto; para lo que arrojan sobre la mesa como en una última jugada sus cuatro cartas de D: desmoralización, disciplinamiento, distracción y división.

Es deber para un militante que se enfrente a la puesta en práctica de cualquiera de esas tácticas, redoblar sus esfuerzos transformadores y marchar hacia los horizontes utópicos con la autoestima implacable.

Hecho que deviene en estar junto a cada vecino y vecina para tenderle la mano solidaria y para explicarle porqué las políticas de una minoría elitista jamás derramarán sobre las bases de una mayoría ciudadana.

Es precisamente en esa actitud de convencer para vencer, que se gestará la liberación de la Patria.

-Ivan Di Sabato-



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