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La nueva técnica, sobrevenida y consolidada durante los últimos 30 años, difiere de la otrora doctrina del “enemigo interno” aplicada por las dictaduras latinoamericanas contra las poblaciones en el siglo XX.

La nueva técnica, sobrevenida y consolidada durante los últimos 30 años, difiere de la otrora doctrina del “enemigo interno” aplicada por las dictaduras latinoamericanas contra las poblaciones en el siglo XX. | Foto: EFE

Publicado 9 abril 2024



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A Paloma Castillo

Gaza no tiene afuera. Tampoco dentro. No hay posibilidad de decidir qué puede ser blanco de la destrucción y qué de inmunidad, qué puede ser enemigo y amigo. Hamás opera como el espectro presente en toda la población. “Escudos humanos” ha sido la justificación sionista desde los bombardeos anteriores a Gaza. Porque lo que se juega aquí no es solamente el exterminio del pueblo palestino y la consolidación de la nakba sino, ante todo, la naturalización de una técnica de gobierno que convierte a todo lugar en un blanco factible de ser exterminado: Gaza no tiene afuera pues ha devenido mundo: migremos donde migremos en ningún lugar estamos a salvo.

La nueva técnica, sobrevenida y consolidada durante los últimos 30 años, difiere de la otrora doctrina del “enemigo interno” aplicada por las dictaduras latinoamericanas contra las poblaciones en el siglo XX, pues, a diferencia de la anterior que, seguía el clásico derrotero de la inquisición española al identificar a un sujeto o conjunto de sujetos del resto de la población aislándoles (el militante, el guerrillero, el comunista, etc), la nueva técnica es exactamente inversa: no pretende identificar al “enemigo” sino masificarlo en la población, no busca al enemigo “interno” sino acecha a la población como portadora irremisible de él.

No hay que buscar al especial al interior del común, sino acechar al común y destruirlo en él. Es precisamente lo que experimentamos durante la revuelta de Octubre en el 2019: cualquiera que fuera a las protestas o que estuviera en sus cercanías, podía salir herido de un ojo o asesinado por la policía: los cientos de mutilados que aún esperan justicia o la actual senadora Campillai dan la medida al respecto. No se trataba de perseguir al enemigo interno sino de atormentar al colectivo sublevado.

En este contexto, los “daños colaterales” resultan ser la regla antes que la excepción: no se trata, por tanto, de un enemigo “interno” sino de un enemigo “invisible” que asume una presencia espectral, pues, en el imaginario securitario, aparece completamente imbricado en la población civil: así como cualquiera puede devenir terrorista (la guerra contra el terrorismo), cualquiera podía portar el mortal virus del COVID-19 (la guerra contra el virus). Ambos llevan un enemigo invisible que, sin embargo, cualquiera puede portar.

De ahí que, el objeto de la máquina securitaria contemporánea, sea siempre la población civil en la medida que la nueva producción del enemigo ya no es restringida al enemigo interno sino ampliada a un enemigo invisible. Por eso, el enemigo ya no es el que aún podía apelar Carl Schmitt (todos los liberales que subrayan que hoy estaríamos frente a la cristalización de la fórmula schmittiana sobre la enemistad, son ingenuos o tienen mala fe) porque tal enemigo era público y político puesto que gozaba de un estatuto jurídico-moral, tal como lo dictamina la clásica nomenclatura westfaliana sobre la guerra moderna.

El proceso de enemización muta desde la nomenclatura jurídica clásica hacia la nueva escena abierta por la guerra contra el terrorismo librada por los Estados Unidos desde 2001[1]. Podríamos decir que, en este sentido, el 11 de septiembre de 2001 marca el principio del fin del paradigma del derecho internacional y el comienzo del despliegue de su propio reverso: guerra civil planetaria. En cuanto planetaria o global, ella no tiene límite temporal ni espacial: puede operar las 24 horas sin detenerse y en cualquier lugar del planeta. La guerra y sus modos deviene ubicua.

Desde el año 2001 hasta la actualidad estamos asistiendo a una gran mutación. Schmitt diría que se trata de una revolución legal mundial orientada a invertir el reordenamiento jurídico-político de la modernidad hacia su reverso excepcionalista, al que se le brinda y blinda de formas jurídicas cada vez más hipertróficas: la doctrina del “derecho penal del enemigo” de Günther Jakobs constituye un síntoma decisivo al respecto que se inscribe al interior de la veloz conculcación de los derechos civiles, políticos y culturales de grandes sectores de la población, en nombre de la “seguridad”.

En este sentido, la gran mutación ha consistido en la progresiva normalización de la guerra civil planetaria como reverso del orden jurídico-político construido durante siglos. Normalización que pone a cualquier población en la mira del exterminio y que hoy día se llama Gaza.

Zona que ha sido sistemáticamente bombardeada desde 2009 así como bloqueada ininterrumpidamente por aire, mar y tierra desde 2005. Sin embargo, la diferencia entre el orden jurídico-político mundial erigido para contrarrestar la guerra civil, a partir de un contrato como soñaba Thomas Hobbes; la actual guerra civil planetaria no establece una diferencia entre interior y exterior, entre amigo y enemigo, en el sentido clásico y estatal del término. Al revés: dado que es la población civil la que siempre está como blanco y el enemigo deviene “invisible” porque cualquiera puede ser un terrorista, el interior y el exterior, el amigo y enemigo se indiferencian entre sí, al punto de volverse totalmente irreconocibles.

Así, toda una población puede ser objeto de exterminio sin que el derecho pueda impedirlo. Dado que la guerra civil no tiene fuera y hoy ella pasa por Gaza como su lugar más intenso, podemos decir que todo el planeta ha devenido Gaza porque Gaza no es solo el nombre de una pequeña Franja que, a pesar del asedio, ofrece su rostro al mar mediterráneo, sino el paradigma –devenido “normal”- de la guerra civil planetaria en que vivimos: todo territorio, en cualquier parte del mundo, deviene virtualmente Gaza.

Todo es Gaza significa que nadie puede estar a salvo, no hay lugar seguro porque ya no es posible ninguna protección. Ni protección jurídica (la impunidad campea), ni económica (la precarización laboral se multiplica) ni política (conflictos escalan todos los días). No hay país, zona o región del mundo en la que pueda estar inmune a la guerra civil. No hay lugar, por tanto, pues Gaza no tiene afuera, es la globalización misma, con zonas más intensas que otras, pero que siempre están a punto de colapsar. Si Israel puede bombardear el consulado iraní en Siria o Ecuador allanar la embajada de México significa que las embajadas, habituales lugares de protección de la diplomacia moderna, ya no lo son. El mensaje ofrecido por el imperialismo es claro y preciso: en cualquier lugar, incluso en las embajadas, nadie puede estar a salvo porque todo es Gaza.

La guerra civil todo lo engulle, tanto en el microespacio de las relaciones cotidianas -la “paranoia” para funcionar como única subjetivación posible- como en las macro estructuras de las grandes instituciones políticas, donde la corrupción y la persecución parecen ser cotidianas mientras ningún proyecto histórico asoma en el horizonte (precisamente porque ya no hay horizonte). Así, en su indiferenciación entre interior y exterior, la guerra civil se expresa hoy en la configuración de dictaduras “civiles” (sin necesidad de militares): formas políticas cada vez más autoritarias donde el “bukelismo”, en realidad, no es más que una de las tantas expresiones del neofascismo contemporáneo que dispone a los Estados a la fuerza de las grandes corporaciones, saturando los códigos políticos con la máquina de seguridad.

Si hoy triunfa el paradigma de la guerra civil por sobre el del ordenamiento jurídico-político moderno es precisamente porque la dominación del capital necesita liberarse de ese orden para garantizar su expansión. La “liberación” de dicho orden –tan bien expresado por el discurso anarcocapitalista cuando habla de la “casta”- redunda en el neofascismo como forma política capaz de acelerar la expropiación del planeta por parte de la oligarquía contra los pueblos del mundo.

No hay afuera a ella porque no hay un exterior al capital que, desde 2001, la ha puesto en marcha. De hecho, no hay guerra civil planetaria sin el movimiento del capital: 2001 puede ser la fecha que marca el progresivo despliegue de la oligarquía militar y financiera bajo el triunfo del capitalismo rentista cuya intensidad requiere de las armas para propiciar nuevas fases de acumulación global y las nuevas formas de apropiación del planeta en su totalidad: ¿qué es el “cambio climático” sino el efecto directo de las diversas formas históricas de acumulación capitalistas?

En esta coyuntura los pueblos han podido asumir dos actitudes: o bien, experimentan pánico aferrándose a las promesas del neofascismo o las formas autoritarias del capitalismo, o bien, se arrojan a las calles impugnando a la guerra civil en curso. Una bandera palestina hoy día, puede ser más decidora que banderas y signos políticos usados en otro momento de la historia en las multitudinarias movilizaciones que acaparan la atención todos los días en diversas partes del mundo: con ella, los pueblos expresan su deseo de detener la guerra civil en curso (“cease fire”, ha sido la consigna) e impedir que el mundo devenga Gaza.

[1] Carlos del Valle La Construcción mediática del Enemigo. Cultura Indígena y guerra informativa en Chile. Ed. Comunicación Social, Salamanca, 2021.

Publicado originalmente en La voz de los que sobran


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