Una mujer y un cura

Por: Fabian Restivo
23 de abril de 2025 Hora: 11:52
A los 16 años la vida de Jorge Bergoglio era menuda. Por lo pronto los días eran una casa familiar donde se hablaba italiano, cuatro hermanos, una escuela técnica industrial en Buenos Aires, unas pipetas, unos tubos de ensayo, y detrás de esos pequeños y delicados cristales cilíndricos, una mujer sin mas misterio que el de saber como funcionaba la química.
Tiempo después Jorge Bergoglio dejaría atrás las complejidades de la química alimentaria para adentrarse en los misterios de la fe, y de aquella época escolar solo le quedaría la relación con esa mujer que había sido su profesora y que sabía con exactitud donde iban y para que servían las probetas, los mecheros Bunsen y los microscopios. Esa mujer, Esther Ballestrino, entendía de otras muchas cosas que le iría enseñando a Jorge con el tiempo.
Nunca sabremos el orden de ciertas cosas. No sabremos, por ejemplo, si Bergoglio tuvo una epifanía y entonces fue al seminario, o si fue al revés, o si no hubo la tal epifanía, pero lo cierto es que allí comenzó lo que sería su destino en el mundo espiritual, con algunos márgenes sólidos de contención y explicación de las cosas de este mundo. Esther Ballestrino estaría hasta el día de su mala hora, explicándole a Jorge Bergoglio las cuestiones del mundo terreno. Años después, él diría de su maestra comunista que “a pesar de que yo era cura, fuimos amigos”.

Tiempos abruptos
Bergoglio desde su ingreso al seminario se fascinó por los conceptos en materias de humanidades. Su avidez de conocimiento le dejó saber que esa era una feliz forma de viajar con la imaginación y el razonamiento. Esther, militante comunista que había conseguido escapar a Argentina refugiándose de la represión del gobierno paraguayo, le acercaba otros libros que lo bajaban a tierra. Eso caminó naturalmente hacia una amistad cuyo origen no cambió: ella lo siguió formando y él siguió agradeciéndole cada vez que el recuerdo aparecía.
Con el comienzo de la última dictadura cívico militar de Argentina, Esther Ballestrino, que había sufrido el secuestro de una de sus hijas y sus dos yernos, necesitó alivianar su equipaje para salir al exilio en Brasil y luego a Suecia. Entonces le dejó sus libros al (ya en ese momento) superior provincial de los jesuitas en Argentina, padre Jorge Bergoglio. Esther volvería poco tiempo después a reunirse con otras mujeres en la iglesia de la Santa Cruz, de la ciudad de Buenos Aires para buscar otros hijos desaparecidos. De allí fue secuestrada con otras Madres de Plaza de Mayo y desaparecida. Los libros, al igual que sus hijas, habían quedado huérfanos.
Final de los finales
El 10 de enero de 1977 las costas de Mar del Tuyú, una playa de la Provincia de Buenos Aires, amaneció con una postal de horror: amasijos de cadáveres con las manos atadas. Algunos ya sobre la arena. Otros yendo y viniendo en la resaca de las olas. Cuerpos lacerados. El espanto expuesto al sol en pleno verano. El espanto de lo que pasaba y la advertencia brutal de lo que seguiría pasando. El vértigo horroroso de un precipicio que supo ser infinito. El cuerpo torturado de la amiga, la maestra, la formadora del pensamiento social y político de Jorge Bergoglio, flotaba sobre esa orilla confundiéndose entre otros cuerpos. Todos fueron enterrados en una fosa común con un denominativo brutal: NN.
No fue sino hasta año 2005, que el grupo de antropología forense argentino tuvo acceso a la fosa y realizó el reconocimiento científico de los cuerpos. Uno era el de Esther Ballestrino y Jorge Bergoglio recibió la noticia. Desde antes de ese momento y hasta su muerte, el Papa Francisco repitió incansablemente “yo le debo mucho a esa mujer”.
Autor: Fabian Restivo
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