Entre gases y traiciones: la dignidad en resistencia

La protesta social, lejos de ser un capricho o una amenaza, es una herramienta de lucha democrática. Foto: EFE
Por: Kevin Sánchez Saavedra
23 de mayo de 2025 Hora: 19:47
Soy del lugar donde cuando se protesta, se reprime. Donde cortar una calle no es solo interrumpir el tránsito: es interrumpir el silencio. Donde trabajadores, docentes, pueblos originarios y comunidades se atreven a decir no. Y por eso los criminalizan.
La historia reciente de Panamá no se escribe con tinta, sino con gas lacrimógeno, gas pimienta y balas de goma. Los gremios magisteriales, el Sindicato Único Nacional de Trabajadores de la Construcción y Similares (SUNTRACS), los territorios y comunidades indígenas: diversos rostros de una misma dignidad colectiva. Lo que los une no es solo la calle. Es la conciencia de que hay algo que está mal y que no se puede corregir únicamente desde el aula ni desde la ley escrita en despachos refrigerados cerrados; que no se remedia con reformas lejanas, sino con la dignidad de los que caminan, construyen, enseñan, resisten y aprenden. Hay heridas abiertas que no cierran con decretos ni con millonarias campañas publicitarias. Hay un hartazgo que no se disuelve con falsos discursos verticales y elitistas de unidad nacional. Porque no hay unidad sin justicia, ni paz sin reconocimiento de las demandas colectivas del pueblo panameño.
Criminalizar, una estrategia antigua con nuevas máscaras
El poder sabe a quién teme: al que enseña, al que organiza, al que se levanta. Y por eso responde con lo que tiene a la mano: amenazas, allanamientos, procesos judiciales. A Jaime Caballero y Genaro López los esposaron como si construir dignidad fuera un crimen. A los docentes de ASOPROF los acorralaron con gas, como si educar en conciencia y ejemplo fuera una amenaza. A los pueblos originarios —entre ellos, el pueblo embera en Arimae— los sitiaron, como si levantar la voz contra la Ley N° 462 fuera un conjuro peligroso; como si proteger el espíritu de la lucha popular de 2023 que frenó la mina de Donoso fuera una afrenta; como si oponerse al memorándum de entendimiento redactado sin alma nacional o resistirse a que el río Indio se vuelva presa y no corriente viva, fuera una falta imperdonable. Pero en realidad es defensa, es cuidado, es dignidad organizada en defensa del bienestar, el territorio y de la memoria.
El jurista Eugenio Raul Zafarroni en su libro “La cuestión criminal” (2012), señaló lo siguiente: en América Latina, el derecho penal no resuelve conflictos, los cuelga como quien deja secando al sol del olvido, como si el tiempo los disolviera. Pero no se disuelven, se acumulan, se transforman. Porque el castigo no borra el compromiso. La amenaza no deshace la esperanza. Lo que hace actualmente nuestro Gobierno con su aparato punitivo no es administrar justicia, sino operar una maquinaria de control que busca desarticular movimientos sociales desde adentro, desde la raíz. Pero las raíces, cuando son colectivas, no se arrancan fácil. Al contrario: cada intento de arrancarlas las hunde más hondo en el profundo corazón de nuestra tierra istmeña.
En esta estrategia de Gobierno no solo hay represión. Hay un intento de desarticulación: se abren expedientes, se levantan cargos, se lanza la amenaza del castigo como método de control. No se busca justicia, se busca miedo. No se quiere ordenar, se quiere aislar. Cada proceso judicial contra un líder o lideresa, cada citación contra un vocero, cada allanamiento a una sede sindical o a una residencia estudiantil busca desactivar lo que no puede ser desactivado: la voluntad organizada de resistir.
La CIDH y el derecho a la protesta
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su informe “Protesta y Derechos Humanos” (2019) establece con claridad que la protesta social es una manifestación del derecho a la libertad de expresión, reunión, asociación y participación política. El Estado no solo debe tolerarla, sino protegerla, facilitarla y garantizarla, incluso cuando perturbe momentáneamente el orden o el tránsito.
La CIDH advierte que criminalizar protestas mediante figuras penales ambiguas o desproporcionadas —como “obstrucción del tránsito” o “alteración del orden público”— vulnera el principio de legalidad. Además, señala que la protesta tiene una función histórica de denuncia y transformación, sobre todo en contextos de desigualdad estructural, como los que viven trabajadores precarizados, docentes sin garantías y pueblos originarios excluidos y sin reales garantías de seguridad territorial.
En palabras del propio informe: “La protesta como forma de participación en los asuntos púbicos es especialmente relevante para los grupos de personas históricamente discriminados o en condiciones de marginalización”. No es, por tanto, un problema de seguridad, sino un indicador de vitalidad democrática.
El derecho como fetiche y conjuro
Otra importante jurisconsulta como Julieta Lemaitre Ripoll, en su libro “El derecho como conjuro” (2009) lo dice sin rodeos: el derecho se convierte en fetiche cuando se invoca para ocultar la violencia. Pero también puede ser conjuro, hechizo, invocación de otra posibilidad. Por eso los pueblos siguen marchando, los sindicatos siguen gritando y los profesores siguen luchando en medio de la bruma de gases, enseñando con su ejemplo y con su paro. Porque creen. Porque saben que a veces, la protesta no es solo resistencia: es pedagogía, es memoria, es futuro. Es también una forma de decir: aquí estamos, seguimos y no nos vamos.
La historia no comienza hoy
Esto que ocurre en Panamá no es nuevo. Es el eco de Changuinola, de San Félix, de Arimae, de río Indio, de Santiago, de cada rincón donde la dignidad se negó a agachar la cabeza. Es el presente de una historia que no ha querido ser cortada. Porque hay en la memoria popular una persistencia incómoda: los nombres, los rostros, las fechas de represión no se olvidan tan fácil como los Gobiernos quisieran. Y cada nueva marcha, cada nuevo cierre de vía, revive esa memoria insumisa, esa terquedad histórica y casi centenaria del pueblo panameño que sabe que callar no es opción ante el colonialismo y el autoritarismo.
La represión como estrategia
La represión reciente no es aislada. Responde a una estrategia que busca domesticar la rebeldía, encapsular el malcontento, vaciar de contenido la protesta. Se criminaliza al que grita, se judicializa al que bloquea, se difama al que organiza. El mensaje es claro: protestar cuesta. Y puede costar caro, como lo sucedido a Saúl Mendez. Pero también es cierto que cada intento de silenciar aviva nuevas formas de decir, de reunirse, de construir lo común. Porque la dignidad no se desarticula con gases ni con citaciones judiciales.
Hay una intención de fondo: acabar con los movimientos sociales. No a través del debate, sino a través del miedo. No con argumentos, sino con sentencias. Pero hay algo que el poder no entiende: las luchas colectivas no se encarcelan. Como una vez leí en una pancarta colgada en la Facultad de Derecho de la casa de Méndez Pereira: “Intentaron enterrarnos, pero lo que no sabían es que somos semillas”.
Protestar es crear futuro
La protesta social, lejos de ser un capricho o una amenaza, es una herramienta de lucha democrática. Es el lenguaje de quienes no tienen otro canal para hacerse escuchar. Cuando los medios manipulan o callan, las instituciones mancillan, los parlamentarios fallan, queda la calle. La calle como escuela, como asamblea, como territorio de disputa simbólica. Es allí donde los sindicatos como SUNTRACS, los gremios magisteriales, los pueblos originarios y las comunidades han trazado su trinchera. No porque quieran caos, sino porque el orden que se nos impone es violencia disfrazada de normalidad.
Hay que decirlo sin ambigüedades: el conflicto no está en quienes protestan, sino en lo que denuncia su protesta. El conflicto está en la imposición de la Ley N° 462, en el intento de reactivar la mina que el pueblo frenó en las calles, en el memorándum de entendimiento que ignora la soberana voluntad popular, y en la amenaza de convertir río Indio en un embalse a servicio del gran capital. Ahí está la raíz del descontento: en una democracia que escucha más a las empresas que a su gente. La protesta es apenas el síntoma de un cuerpo social cansado de aguantar.
El conjuro de lo posible
¿Hasta cuándo se seguirá entendiendo el derecho como un arma y no como un puente? ¿Hasta cuándo se tratará a los movimientos sociales como enemigos y no como interlocutores válidos? ¿Hasta cuándo se preferirá la represión al diálogo sincero y horizontal? La historia tiene ejemplos de sobra para advertir que reprimir no disuelve el conflicto. Lo profundiza, lo enquista, lo hace más doloroso y tenebroso.
Sin embargo, aquí estamos. Entre leyes que encubren despojos y leyes que disfrazan censura. Entre medios que manipulan y pueblos que gritan. Entre un poder que amenaza y una resistencia que florece. Porque protestar en Panamá no es delito. Es deber, es derecho, es acto de amor radical. Y en cada cierre, en cada consigna, en cada aula vacía o camino cerrado, hay un conjuro en marcha: el de un país que, pese a todo, sigue queriendo nacer distinto.
No somos cuatro gatos, como dijo el presidente Mulino. Somos raíces, somos cientos, somos miles, somos cuerpos colectivos sembrados en esta tierra nacional herida. Resistimos no porque nos guste el conflicto, sino porque no aceptamos la injusticia. Porque sabemos que cada intento de enterrarnos es, en el fondo, una siembra; y porque lo que florece después de la represión es rebeldía consciente. Siempre.
Autor: Kevin Sánchez Saavedra
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