Hiroshima y Nagasaki: Semiótica del Horror

Sus hongos nucleares no sólo se alzaron como fenómenos físicos: se convirtieron en íconos propagandísticos. La imagen del hongo atómico fue rápidamente integrada a la cultura visual de la posguerra. En lugar de ser símbolo de horror, fue estetizada, vaciada de su carga crítica, convertida en arte pop, en ironía, en advertencia aséptica.
Por: Fernando Buen Abad
7 de agosto de 2025 Hora: 04:05
Toda la historia del siglo XX está marcada por heridas que no cicatrizan. Dos de ellas, Hiroshima y Nagasaki, no son simples episodios del pasado: son signos ardientes, nódulos semióticos de una violencia imperialista que se perpetúa y se renueva. Han pasado décadas desde que Estados Unidos lanzó las primeras bombas atómicas sobre población civil, pero el horror no ha sido desmontado, no ha sido juzgado, no ha sido reparado. La “era nuclear” no se cerró: se institucionalizó como una nueva forma de chantaje político y dominación ideológica. Un mensaje asesino contra todo proyecto socialista usando a Japón como caja de resonancia mundial.
Desde nuestra Filosofía de la Semiosis, y con los principios del Humanismo de Nuevo Género, urge una crítica profunda que no se quede en la condena moral superficial ni en el revisionismo inocuo. Lo que sucedió en Japón en agosto de 1945 fue una operación completa de semiosis macabra capitalista: el capital, en su fase imperialista, habló con el lenguaje más brutal posible. No sólo destruyó ciudades; instauró un régimen de signos cuyo objetivo era disciplinar a la humanidad entera mediante el miedo tecnológicamente gestionado.
Este texto no pretende conmemorar. Pretende desactivar la bomba semiótica que sigue explotando cada día. Un poder que no actúa sólo con bombas, sino con signos de extorsión burguesa. La operación atómica de Hiroshima y Nagasaki no fue sólo odio de clase bélico: fue una comunicación de muerte dirigida al planeta entero. El mensaje era claro: quien no se someta al orden capitalista será destruido sin contemplación, sin ética, sin responsabilidad histórica. Su bomba fue diseñada no sólo para matar, sino para significar. En un escenario donde Japón ya estaba militarmente derrotado y buscaba la rendición, el ataque atómico fue innecesario desde el punto de vista militar. Pero fue absolutamente necesario desde el punto de vista semiótico imperialista. Era el nacimiento de un nuevo orden de signos: la era del chantaje nuclear, la era del control simbólico mediante la destrucción ejemplar.
Sus hongos nucleares no sólo se alzaron como fenómenos físicos: se convirtieron en íconos propagandísticos. La imagen del hongo atómico fue rápidamente integrada a la cultura visual de la posguerra. En lugar de ser símbolo de horror, fue estetizada, vaciada de su carga crítica, convertida en arte pop, en ironía, en advertencia aséptica. Así, el poder imperial logró un objetivo doble: destruir materialmente y neutralizar simbólicamente la resistencia. Uno de los escándalos más elocuentes de Hiroshima y Nagasaki es el silencio cómplice de muchas corrientes intelectuales liberales. Mientras miles de cuerpos eran calcinados, el humanismo burgués se replegaba en retóricas ambiguas. Se refugiaba en categorías abstractas como “el fin justifica los medios” o “la lógica de la guerra”.
Pero el Humanismo de Nuevo Género no acepta esa cobardía ética. Comprende que cada estructura semiótica está atravesada por relaciones de clase, y que el humanismo tradicional ha servido históricamente para legitimar la barbarie cuando esta beneficia a las élites. No basta con proclamar amor al ser humano en general. Hay que asumir que ese “ser humano” está dividido por clases, por razas, por géneros, por geografías. Y que hay un tipo específico de humanidad –la humanidad proletarizada, racializada, colonizada– que fue la víctima de Hiroshima y Nagasaki. La neutralidad ante este crimen es, en sí misma, una forma de participación en el crimen. El silencio es una forma de autorización. El eufemismo es una forma de complicidad. Y la estetización del horror es una forma de legitimación simbólica.
Desde nuestra postura como Filosofía de la Semiosis, Hiroshima no puede interpretarse simplemente como un acontecimiento “físico” o “militar”. Es un relato con sentido condensado, una unidad semiótica de altísima densidad histórico-criminal. La bomba atómica fue el producto final de una larga cadena de mediaciones simbólicas, ideológicas, técnicas y económicas. Fue el resultado de una semiosis planificada por el capitalismo, que convirtió la ciencia en tecnología de exterminio. Las ciencias físicas, al servicio del capitalismo, no producen neutralidad, producen devastación con cálculo. El conocimiento científico, si no está atravesado por una ética revolucionaria, puede ser instrumentalizado como herramienta de opresión y represión.
Su bomba es, entonces, el epítome de la semiosis capitalista: toma la materia, la convierte en poder destructivo, y le agrega un sentido burgués. No basta con matar: hay que hacerlo de tal forma que la muerte funcione como mensaje disciplinador y como un negocio histórico. Cada ciudad bombardeada se volvió un signo. Cada cuerpo carbonizado fue un texto tatuado en la memoria de los pueblos. Cada fotografía de los efectos de la radiación es parte de una pedagogía del horror que el capitalismo sigue administrando para imponer su hegemonía. Lo más perturbador es cómo Hiroshima fue absorbido por la cultura de masas y convertido en entretenimiento. La memoria del crimen fue desplazada por su representación espectacular. Películas, cómics, videojuegos y hasta publicidades han utilizado el imaginario nuclear como atractivo visual.
Este fenómeno no es accidental: es parte del dispositivo semiótico de normalización del terror. La estetización del hongo atómico es una estrategia de neutralización de su carga política. Se trata de vaciar el signo de su contenido histórico para que pueda ser consumido sin culpa. El capitalismo se apropia del horror y lo convierte en mercancía simbólica. La cultura hegemónica no distorsiona Hiroshima para evitar que se repita, sino para consolidar su relato de poder: “Miren lo que somos capaces de hacer”. Su bomba dejó de ser una advertencia para convertirse en un ícono de supremacía tecnológica. Así se produce una semiótica invertida: lo que debió ser el símbolo del límite moral de la humanidad se convirtió en el símbolo de la omnipotencia del imperio.
Desde nuestra visión con Humanismo de Nuevo Género, crimen masivo se impone como sujeto político. No debe ser diluido con compasión pasiva, sino con compromiso activo. Creer que Hiroshima fue una excepción histórica es un error. Fue el inicio de una nueva forma de guerra. Desde entonces, la lógica del exterminio como forma de comunicación política se ha globalizado. Las intervenciones de la OTAN, los drones asesinos, las sanciones económicas que matan poblaciones enteras, son formas derivadas de Hiroshima. Cambian los medios, pero se mantiene la semiosis: el uso de la muerte como mensaje. Hiroshima fue el laboratorio semiótico perfecto. La expansión de ese modelo se ve hoy en Palestina, en Yemen, en Libia, en Siria, en Haití, en Venezuela, en Irán. El capitalismo ya no necesita sólo bombas atómicas para disciplinar, usa también sus medios de comunicación, algoritmos, bloqueos y desinformación como máquinas de guerra cognitiva.
Frente a este dispositivo de dominación simbólica, el Humanismo de Nuevo Género propone una contra-semiosis. No se trata sólo de protestar, sino de generar nuevos sentidos, nuevas formas de narrar la historia, nuevas prácticas de memoria activa. La crítica no debe limitarse al análisis. Debe organizarse como intervención. Hay que crear espacios donde la memoria de Hiroshima sea politizada, no museificada. Hay que devolverle a ese signo su potencia transformadora. Nuestra Filosofía de la Semiosis debe ponerse al servicio de la emancipación. No puede ser neutra ni “académica” en el sentido burocrático burgués. Debe articular teoría con práctica, lenguaje con organización, crítica con acción colectiva.
No se trata sólo de construir “otro relato”, hay que desmontar el sistema de signos del capital. No se trata de contar mejor la historia, sino de transformar su curso. Hiroshima y Nagasaki no son pasado. Son presente permanente. La bomba sigue cayendo, no con uranio enriquecido, sino con significados empobrecidos, con imágenes manipuladas, con discursos legitimadores. Nuestro Humanismo de Nuevo Género no olvida. No perdona. No neutraliza ni naturaliza. Asume el dolor de Hiroshima como punto de partida para una ética revolucionaria. Asume la responsabilidad de interrumpir la cadena de signos que perpetúan la barbarie. Mientras el crimen siga impune, la crítica no puede detenerse. Mientras los responsables sigan gobernando el mundo, la semiosis emancipadora debe profundizarse. Nuestra tarea no es sólo recordar o lloriquear Hiroshima, sino impedir que se repita en cada esquina del planeta. Y para eso, se necesita más que memoria: se necesita organización, lenguaje, filosofía, lucha. Plan de lucha semiótica.
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