Helado de coco

Por: Ilka Oliva Corado
4 de agosto de 2025 Hora: 08:00
Despierta como todos los días a las tres de la madrugada, se pega un estirón en la cama de metal que tiene una pata coja y da un salto, cae parada en el piso de tierra. Destranca la puerta hecha con pedazos de tablas y sale al patio a cepillarse los dientes y a lavarse la cara con el agua fría que recibió el sereno de la noche. Corta un limón en dos, le deja caer un poco de bicarbonato y se lo pasa en los sobacos.
Se amarra el pelo en una cola, termina de ponerse los zapatos y jalar un suéter. Comienza a caminar por el bulevar principal de Los Cerezos, periferia en donde vive y sale en el primer bus que va hacia el mercado Las Golondrinas que queda en la capital. Los pilotos ya la conocen, la ven hacer el mismo recorrido todos los lunes, Julia de ocho años va a comprar la fruta para hacer los helados que vende en el mercado.
A las cinco de la mañana en punto estaciona el bus en la parada, le dice al piloto que no se vaya a ir sin ella. Julia tiene cuarenta y cinco minutos para comprar la fruta y salir despepitada [1] a tomar el bus que, si se va sin ella, le toca esperar el que llega a las ocho y si esto sucede echa a perder el día de venta, porque no llegaría a tiempo para vender los helados y sería un gran desbalance en la economía semanal de la familia.
Ve tanta fruta fresca que la quiere comprar toda: naranjas, toronjas, pomelas, zunzas y los costales de limones color de las plumas de la bandada de pericos que pasan volando todas las tardes, camino hacia las montañas verde botella que admira desde el patio de su casa. Se imagina una su limonada al medio día cuando va a las carreras a estudiar. Pasa por la cebollera y con ganas compraba un manojo de un ciento de las galanas, le encanta la cebolla roja, las come con su papá crudas cuando hacen huevos fritos y los acompañan con frijoles parados[2].
El olor de los canastos llenos de nances la atolondra[3], lo que daría por comerse un puñado. A un costado está la venta de mora, compra dos libras. Sigue caminando, sintiendo vibrar en su corazón el alma de Las Golondrinas. Avanza a paso ligero, pero sin dejar de observar absolutamente todo lo que logran acaparar sus sentidos, los costales llenos de especias y los granos de maíz de colores variados lo mismo que el frijol. Los manojos de tuzas cuelgan de las vigas que sostienen el techo de nailon en los locales de venta de granos, al igual que las candelas de todos colores, los rollos de puros, las trenzas de ajo, la canela como la forma de las astillas que da a un quetzal el costal la señora que vende leña de encino al final de la cuadra en donde vive. Quiere comprarlo todo, especialmente las carambolas para hacer fresco para el almuerzo.
Cuando pasa por la tomatera se impresiona de la variedad de tomates, pero siempre apuesta por el tomate mandarina porque le gusta su acidez, aunque no tiene dinero para comprar, si tuviera compraría una libra para hacer chirmol para comerlo con las tortillas recién salidas del comal que echa la señora que vende tortillas galanas en la cuadra vecina. Cada lunes el viaje de Julia está lleno de colores, aromas, voces, sonidos y formas que solo tiene el mercado, un mundo en sí mismo. Un mundo que se le va quedando impregnado en la imaginación y la memoria. Un mundo que poco a poco va formando su identidad y su sentido de pertenencia. Un mercado que se convierte en la raíz que la sostiene.
Arrecia el paso porque el tiempo se le está yendo, vive enamorada de las panelas canches, un pedazo de panela con tortilla caliente es su almuerzo cuando regresa de vender helados y se alista en quince minutos para irse a estudiar en la tarde. Pero en esta ocasión no tiene dinero para comprar panela como sucede con regularidad, cosa que no evita que la señora que la vende le regale siempre un pedazo para saborear. Justo enfrente está la venta de cocos y Julia una vez más suspira al ver aquellos racimos aperchados como las rajas de ocote en manojo que venden a la par.
Pide dos cocos sazones, pero le encantaría comprar un agua de coco en bolsa y un tamal de frijol de los que venden tostados con el calor de las brasas al final del corredor. Lo que daría Julia por tener dinero para comprar un su vaso de atol de arroz en leche, con el hambre que carga se pediría dos. Por último, compra una bolsa de palillo para helados en donde venden el ocote y se va despepitada a comprar las dos libras de manía. La siguiente semana le tocará comprar la caja de banano verde para los chocobananos, después ir a la sandillera a comprar las piñas para los chocopiñas.
Siempre que pasa por el sector donde venden flores suspira y se maravilla con tanta hermosura y frescura. Saca unas cuantas monedas de la bolsa de su pantalón y les pregunta a las vendedoras que cuánto puede comprar con lo que tiene, más de alguna agarra un manojo de claveles, lo desamarra y le hace otro más pequeño que le vende. Quisiera comprar media docena de plátanos para hacerlos cocidos y comerlos con leche, pero la leche es un lujo que no se puede dar, tampoco los plátanos.
Son las cinco con cuarenta y cinco minutos y el aroma de los claveles la envuelve, la cobija y la arrulla mientras duerme de regreso en el bus para su casa. La ensoñación le durará una semana, hasta el próximo lunes que regrese a recorrer a las carreras las venas del mercadón.
[1] Despepitada: Ir a toda prisa.
[2] Frijoles parados: Frijoles cocidos.
[3] Atolondrar: Aturdir, atontar, alocar.
Autor: Ilka Oliva-Corado
teleSUR no se hace responsable de las opiniones emitidas en esta sección.