Fresco de rosa Jamaica

Fresco de rosa Jamaica. Foto: La Hora
Por: Ilka Oliva Corado
29 de junio de 2025 Hora: 15:37
En otros tiempos las guayabas las hubiera comprado en la aldea a diez len[1] cada una, guayabonas galanas del tamaño de su mano, pero en cambio esas guayabas churucas[2] dan más lástima que gusto, carísimas como todo, hoy en día hasta el aire que se respira sale caro, reflexiona Toña, viendo cómo ajusta su salario estirando los centavos.
Tiene ganas de fresco de rosa de Jamaica, las bolsas de dos libras siempre las encuentra en los estantes de abajo en donde están los ejotes y las remolachas. Aunque siempre va directo al mandado, hoy Toña tiene ganas de caminar en los corredores del supermercado y desahuciarse con las frutas incoloras y sin sabor que le recuerdan que todo es pasajero en esta vida, menos los pesticidas que llegaron para quedarse. Pero bueno, se consuela, en otros tiempos ella tenía sus dientes sanos, hoy tiene una placa que además le queda grande.
Al pasar frente a las remolachas agarra tres para ponerlas a cocer y después comérselas rodajeadas, con limón y sal. En esas anda cuando se le atraviesa la estantería donde están los apios, el culantro, las zanahorias, el berro y las lechugas.
Lechugas de todo tipo que lleva años comprando para sus ensaladas, hasta esa vez que le dijeron que hirviera lechuga y se tomara el agua antes de acostarse y que eso le ayudaría con el insomnio, pero puros cuentos, o ella es dura como la piedra o el té estaba muy ralo. Lo que sí le sirvió fue hervir la cáscara de un banano, la mandó a dormir doce horas, lo que nunca había dormido en su vida.
Su nariz se impregna del olor a tierra recién mojada, sus pies comienzan a hundirse entre la tierra suelta. Le cuesta respirar, necesita aire, respira a bocanadas.
Se tambalea y apenas[3] logra agarrarse de la orilla de la estantería. Se marea, ¿qué le sucede?, ¿qué es esa sensación?, ¿acaso le dará un ataque al corazón? No, no ahí, lejos, donde nadie la conoce, sin tener quién envíe su cuerpo de regreso a su aldea.
Sus pies siguen hundiéndose en la tierra mojada, hasta que no puede más y cae sentada en medio de unos surcos de lechugas. Sus manos se han encogido, su piel es más oscura, toca su pecho y tiene puesto un huipil, ¿en dónde están sus zapatos?, su cabello es negro y largo y carga en la cabeza el canasto con el almuerzo para su papá y sus hermanos que están trabajando, limpiando la maleza. Es niña y está en su natal Zunil, en su amado Quetzaltenango. ¡Y tiene dientes!
Baja el canasto y corta las hojas más sazonas de las lechugas, las limpia con su delantal y saca del canasto un limón partido por la mitad, la bolsa con sal y comienza a degustar su puñado de hojas. Mientras su padre y sus hermanos almuerzan ella camina entre los surcos, con los pies llenos de lodo, ayuda a limpiar la maleza y aprovecha a seguir cortando hojas. La niebla embellece los campos de cultivo y hasta donde no dan más sus ojos está lleno de siembras, las hortalizas son todo su horizonte. Los cerros abrigan su infancia.
Lechugas enormes, como balones de fútbol, galanas, frescas, ha recuperado el ritmo de su respiración, toma una y se va, sale del supermercado antes de que le de otro soponcio[4]. Mientras hierve la rosa de Jamaica, Toña parte los pepinos, las cebollas, los tomates y deshoja la lechuga. Limpia la mesa, a la que le tiene un mantel que le envió su tía, tiene en su mesa el mantel favorito de su tía, lo que para ella es un lujo, su herencia más preciada y lo cuida como a la niña de sus ojos. Antes de comer da las gracias por haber tenido la oportunidad de ahorrar para comprarse su placa para poder masticar bien.
Mientras disfruta su ensalada, observa por la ventana a los mishitos deslizarse por los aires. Es junio y el canto de las chicharras comienza a armonizar con el atardecer.
[1] Un len: un centavo.
[2] Churuco: enjuto.
[3] Apenas: difícilmente.
[4] Soponcio: desmayo, congoja.
Autor: Ilka Oliva-Corado
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