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"Si me matan, resucitaré": El pueblo salvadoreño formó a Monseñor Romero

| Foto: Reuters

Publicado 9 febrero 2015



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Cuando el Papa Francisco dictaminó el 3 de febrero que el Arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero fue un mártir, se abrió la puerta para su beatificación.

Este artículo fue publicado primero aquí en la página web de TeleSUR en inglés web el 5 de febrero de 2015.

“Como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”.  - Arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, marzo 1980.

Pocos días después de que el Monseñor Óscar Romero pronunció estas palabras, un miembro de la Policía Nacional salvadoreño logró matarlo – en el altar, en medio de la misa. El pasado martes 3 de febrero, se avanzó hacia un reconocimiento oficial de la Iglesia Católica de uno de los líderes más grandes de América Latina en la lucha por los derechos y la dignidad de las personas pobres.

Cuando el Papa Francisco dictaminó el 3 de febrero que Romero fue un mártir – alguien asesinado por su fe católica – esto abrió la puerta para la beatificación de Romero, a través de un acto que podría llevarse a cabo en San Salvador en cuestión de meses.

Muchas noticieras, entre ellas TeleSUR, han compartido de manera competente detalles y hechos más destacados sobre el anuncio del Papa. Así podríamos proceder rápidamente a una mirada más profunda al personaje de Romero y el pueblo que lo formó.

¿Quién fue Óscar Arnulfo Romero? ¿Qué fue lo que le transformó de un simple sacerdote adherente al status quo, en el profeta audaz que denunció el comportamiento de las élites nacionales e internacionales y exigió una opción preferencial por los pobres?

La vida y la voz de Romero se forjaron a través del contacto con el sufrimiento – y las poderosas formas de organización – de “los hermanos más pequeños” en El Salvador. Estudiar la forma en que los y las dirigentes se desarrollan, es parte integral de la construcción de un movimiento social para erradicar la pobreza en la actualidad.

Romero, un escéptico de teología de la liberación

Respondiendo a las exigencias de sus rebaños, los dirigentes católicos de América Latina en la década de 1950 comenzaron a abogar por un enfoque más social para la iglesia. En respuesta a la desigualdad profunda y la pobreza extrema exacerbadas por la industrialización y las dictaduras tiránicas, propusieron un nuevo papel para la Iglesia Católica.

Dirigentes laicos locales y los grupos que llegarían a llamarse Comunidades Eclesiales de Base, llamaron a la iglesia a interesarse por los pobres y animaron a los sacerdotes a iniciar programas sociales promoviendo la dignidad de las mayorías. Este movimiento, llamado teología de la liberación, fue tan popular que cuando los obispos se reunieron en el Segundo Concilio Vaticano, del 1962 al 1965, en un nuevo espíritu de apertura, alentaron una perspectiva más crítica sobre la posición social de la iglesia.

En 1968, en la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Medellín, la teología de la liberación fue endosada y una nueva generación de sacerdotes y hermanas expresaron sus preocupaciones y críticas del papel de la iglesia en la sociedad, promoviendo una nueva iniciativa pastoral de la Iglesia Católica en América Latina.

La filosofía de la teología de la liberación fue explicada más definitivamente en 1971 por el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez en su libro, Teología de la liberación: Perspectivas. Informado por el crecimiento de los movimientos y los debates en toda América Latina, Gutiérrez responde a interrogativas planteadas tanto por teólogos como activistas: “¿Qué significa el amor cristiano en una sociedad de clases? ¿Cómo definir la misión de la iglesia? ¿Qué significa decir, ‘Bienaventurados los pobres’ en el contexto actual?”

Las principales conclusiones de Gutiérrez, muestran un rechazo a las llamadas prácticas de desarrollo que llevaron a la dependencia en América Latina. Además, destaca la pobreza como pecado social, en lugar de centrarse en pecados individuales.

Mientras tanto en El Salvador a finales de los 1970, el 60 por ciento de la tierra en un país agrícola pertenecía a un 2 por ciento de la población, y el país estaba en penúltimo lugar en América Latina en ingreso per cápita. La oligarquía nacional usaba el apoyo del gobierno estadounidense para equipar escuadrones de la muerte para ganar brutal ventaja en lo que la Organización Internacional del Trabajo llamaba “la explosión abierta del antagonismo de clase entre los trabajadores agrícolas y los terratenientes” (citado en Dickson).

Fue en este contexto que Romero estudiaba las Escrituras, predicaba, y ganaba importancia en la iglesia de El Salvador. Durante la gran mayoría de su vida adulta, a pesar del surgimiento de la teología de la liberación, no fue conmovido a alinearse con los pobres. Desde el 1942 cuando fue ordenado hasta pocos años antes de su asesinato en el 1980, en gran medida ignoraba los gritos y demandas de su pueblo. No fue, pues, su exégesis bíblica que le llevó a una revolución de valores personales. Esto se produjo a través de los encuentros cara a cara con la injusticia y con mayor contacto con los movimientos emergentes de los pobres en El Salvador.

Una transformación impulsada por las personas pobres

En 1977 Oscar Romero fue trasladado al campo salvadoreño para servir de obispo de la diócesis rural de Santiago de María. Los tres años que pasó junto al pueblo, presenciando tanto su sufrimiento como su inteligencia colectiva, impactó significativamente en sus actitudes sobre el papel de la Iglesia. Por otra parte, el asesinato de su íntimo amigo, el padre Rutilio Grande, un sacerdote jesuita, marcó un punto de inflexión en la perspectiva y las lealtades de Romero.

Cuando fue nombrado arzobispo de San Salvador en 1977, todavía no había hecho mucho para poner en duda su reputación como aliado de la oligarquía, escéptico del Concilio Vaticano II y las tendencias progresistas de la Iglesia en América Latina. Su nombramiento fue bien recibido por el gobierno salvadoreño, que esperaba que mantuviera el status quo, y fue una decepción para los progresistas religiosos.

Por lo tanto, fue una sorpresa para muchas personas que poco después de su nombramiento, Romero se volteó abiertamente en contra de la injusticia, la pobreza, la corrupción, y la violencia que amenazaba su pueblo. Se estaba viviendo el comienzo de la guerra civil que llegaría a quitarle la vida a más de 75 mil salvadoreños y salvadoreñas.

Multitudes se reunían para oírle predicar en la catedral, más las personas que escuchaban sus homilías a través de la emisora de la arquidiócesis. Según John Dickson, transmisiones de sus sermones dominicales alcanzaron el 73 por ciento de la población rural en El Salvador y el 47 por ciento en las zonas urbanas, así como oyentes por toda Guatemala, Honduras y Nicaragua.

Seguían los asesinatos y las desapariciones, y la población salvadoreña se radicalizaba cada vez más por las condiciones y por la aplicación del mensaje de Jesús de Nazaret a su vida cotidiana. Así, no pudo haber paso atrás para Romero. Con sólo la Escritura de escudo y abrazando una solidaridad inequívoca con los pobres y desposeídos, ya no le importaba si sus detractores le cuestionaban el papel de los cristianos en la sociedad. El siguiente es un extracto de su homilía dominical del 15 de julio de 1979:

“Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres y decir a todo el pueblo, gobernantes, ricos y poderosos: si no se hacen pobres, si no se interesan por la pobreza de nuestro pueblo como si fuera su propia familia, no podrán salvar a la sociedad”.

Romero fue asesinado en el altar el 24 de marzo de 1980, un día después de llamar a los policías y militares de menor rango, a obedecer la ley superior de Dios, no a las órdenes de sus superiores:

“Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios”.

Lecciones para hoy, para el movimiento para erradicar la pobreza

Tenemos mucho que aprender de las comunidades pobres salvadoreñas que por su fe y acciones, formaron a su líder, el Monseñor Óscar Arnulfo Romero.

Hoy nuestra sociedad enfrenta grandes desafíos, tal vez a escala aún mayor que cuando un espíritu revolucionario mundial llevó a la Iglesia Católica a abrazar las doctrinas sociales del Concilio Vaticano II en la década de los 1960. En los últimos seis años, hemos visto mayores índices de desigualdad que en cualquier momento desde la Gran Depresión de los 1930.

En el Norte, los antiguos estados de bienestar son sacudidos por la austeridad y la represión estatal que la acompaña, tratando de mantener el control social en situaciones inhabitables. Los estratos medios de la sociedad están desapareciendo, y las tecnologías eliminan la necesidad de mano de obra tanto en la industria pesada como los trabajos profesionales. En el sur, a pesar de que aumente el PIB, el desplazamiento y la precariedad no disminuyen. Las rebeliones sociales en Túnez, Egipto, Brasil y en todo el mundo están frescas en la memoria de los pueblos.

Cada vez más personas de todos los estratos sociales, tanto personas como Óscar Arnulfo Romero como los campesinos y campesinas que escuchaban sus homilías dominicales, están despertando a la necesidad de un movimiento global para erradicar la pobreza.

La Iglesia Católica, por su parte, está viviendo transformaciones significativas, nuevamente movida por las realidades de sus congregantes. Las declaraciones del Papa Francisco sobre la sexualidad y la desigualdad han marcado su camino. Así, la decisión del pasado martes 3 de caracterizar el asesinato de Romero como martirio, señala la misma dirección. Francisco tiene la intención de escuchar a las parroquias rurales y las iglesias de los desposeídos en los barrios marginales urbanos. Tiene la intención de transformar la iglesia en “una iglesia pobre, para las personas pobres”. Esto no es comunismo, insiste: es el Evangelio.

Llegará un momento, probablemente antes de lo que pensamos, cuando todas las instituciones de la sociedad tendrán que lidiar con la cuestión urgente de si continuar en un sistema de producción de la pobreza o de ser parte de una “reestructuración radical de la sociedad”, como señalaba el Reverendo Dr. Martin Luther King, Jr. al final de su vida.

Dr. King, así como el Papa Francisco, llamaba a la construcción de “una iglesia libertaria de los pobres”. Estos llamados desafian los sectores de la izquierda política que han abandonado el aspecto espiritual de la experiencia humana y como resultado han sido menos integrados a las luchas de los pueblos. Nuestra fe va más allá de un argumento intelectual: es lo que ayudaba a nuestros antepasados sobrevivir las guerras, la esclavitud e incontables dificultades, y nuestras almas continúan buscando al Dios de la justicia y la liberación.

La fe religiosa y la autoridad moral con que cuenta, tienen que ser integrales en la construcción del movimiento global para erradicar la pobreza. Nos hemos inspirado en las palabras y acciones del Reverendo William J. Barber II y el movimiento Moral Mondays, que se ha extendido desde Carolina del Norte hacia todo Estados Unidos.

El Rev. Barber es acompañado de un creciente número de dirigentes religiosos y organizaciones de los movimientos sociales que impulsamos una Nueva Campaña de las Personas Pobres, que encuentra inspiración en el legado del Dr. King y desarrolla un movimiento social, dirigido por los pobres, para erradicar la pobreza.

En el Comité de Relaciones EEUU con América Latina (CUSLAR), somos miembros de la Nueva Campaña de las Personas Pobres. Durante 50 años, nuestra organización ha trabajado para educar al pueblo estadounidense sobre el papel de los gobiernos y las élites económicas de nuestro país en América Latina. En la década de los 1980, entre otras cosas, CUSLAR formaba parte de la campaña “No a la guerra de Estados Unidos en El Salvador”, que denunciaba la inyección diaria de $1.5 millones en ayuda de Estados Unidos a El Salvador, lo que dio recursos a las fuerzas represivas responsables por el asesinato de Romero y muchos otros.

Hoy abrazamos la necesidad de un movimiento global para “interesarnos por la pobreza de nuestro pueblo como si fuera nuestra propia familia”, como dijo Romero. Ciertamente, cada vez más son nuestras propias familias las que sufren el pecado social de la pobreza.

Entendemos que nuestra tarea es aportar a desarrollar una nueva generación de dirigentes con la claridad y capacidad de articulación de Óscar Arnulfo Romero, para garantizar el derecho a la dignidad humana para todos y todas. Que Romero resucite, no sólo en el pueblo salvadoreño, sino que en todas las comunidades donde la gente nos reunimos para hacer la justicia, amar la misericordia, y andar con humildad con nuestro Dios.

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¿Cuál crees que sea el mayor legado de Monseñor Romero?


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Comentarios
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Cuan diferente a los actuales funcionarios bien pagados desde los gobiernos y/o Vaticano. Un hombre de Cristo de verdad.
Nota sin comentarios populares.