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Simpatizantes de Cristina Fernández tras los comicios del 22 de octubre.

Simpatizantes de Cristina Fernández tras los comicios del 22 de octubre. | Foto: Reuters

Publicado 24 octubre 2017



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Ciertamente, el gobierno de Macri confirmó que no puede ser subestimado como un fenómeno pasajero y ha ampliado su capacidad para lograr adhesiones.

Mucho se ha escrito y mucho aún queda por terminar de entender sobre qué significa un fenómeno como Cambiemos. ¿Cuánto hay de sorpresivo en lo que expresaron las urnas el pasado domingo? ¿Cuál es su significado para el curso de la disputa política en la Argentina? ¿Qué condiciones marcarán de ahora en más la capacidad de maniobra de los principales actores en la escena política argentina?

“Todos juntos somos imparables”. Mauricio Macri se refería al conjunto de la nación –como corresponde a la etiqueta presidencial- pero parecía hablar más bien de la fuerza que encabeza, la coalición Cambiemos y el partido que la hegemoniza, el PRO. Es el titular ideal que esperaban en las redacciones de los medios de comunicación asociados al gobierno; sin duda de ahora en más se invertirá un gran esfuerzo para cimentar una idea: el ascenso irrefrenable del proyecto neoliberal y la consolidación de su hegemonía en la Argentina.

Vistas como la antesala para las elecciones presidenciales de 2019, estas elecciones legislativas son recibidas como un termómetro que permite medir el grado de satisfacción y apoyo que los distintos sectores sociales dan al oficialismo. Ciertamente, el gobierno de Macri confirmó que no puede ser subestimado como un fenómeno pasajero y ha ampliado su capacidad para lograr adhesiones.

Aún no le alcanzará para tener quorum por voluntad propia, pero con 107 de 257 bancas en la cámara de Diputados y 24 de 72 en la cámara de Senadores, se posiciona con una gran ventaja. Deberá saber explotar las fisuras en una oposición disgregada para atraer voluntades que apoyen las reformas estructurales que pretende.

La grieta en las urnas: Crecimiento oficialista y profundización de la polarización

¿Cómo pueden interpretarse estos resultados? Sin pretensiones de dar respuestas cerradas y definitivas, existen varios ángulos que explorar.

Primero, tratándose de elecciones donde se renovaban las representaciones provinciales, es imposible negar el carácter fuertemente local de la competencia. En un país con una tradición fuertemente regionalizada, habrá que estudiar con detenimiento cuál fue el desarrollo de los últimos años en la vida social y política de cada distrito en particular.

El desgaste de los oficialismos locales bien pudo ser capitalizado por Cambiemos para presentarse como una alternativa de renovación de la vida política en cada distrito. La coalición se afirmó en 13 de las 24 provincias, y logrando buenos resultados algunas que le eran ajenas hasta hace poco. Sobre todo, ha ganado en las 5 provincias más pobladas y ha golpeado a un peronismo en fragmentación en sus bastiones históricos.

Entre los primeros perdedores de los comicios se encuentran figuras como el gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey y el de Córdoba, Juan Schiaretti. Sumados al retroceso notable de Sergio Massa y su Frente Renovador, protagonizaron la derrota de dirigentes peronistas que ya antagonizaban con el liderazgo de Cristina Fernández cuando ella ocupaba la presidencia, o que bien que profundizaron su alejamiento tras la victoria de Mauricio Macri en 2015.

Una suerte similar padeció el Partido Socialista en Santa Fe y el progresista Martín Losteau en la Ciudad de Buenos Aires. Hecho que parece ratificar que dentro del reordenamiento de las fuerzas políticas es difícil ocupar un lugar entre el oficialismo y el liderazgo opositor de la ex presidenta. Puede decirse que a la par de una consolidación del oficialismo encontramos una ratificación de la polarización del país no ha dado lugar a terceras alternativas dentro de la oferta electoral.

De marchas y retrocesos

Cristina Fernández se posiciona como el referente por excelencia de la oposición, pero es un liderazgo expuesto, vulnerable al enorme acoso que ha recibido su persona y las pasiones que desata. Por sí sola cuenta con un caudal de apoyo insoslayable (37 puntos), igual o mayor a un tercio del electorado, pero insuficiente para volcar la disputa a su favor. Su liderazgo deberá repensar nuevas estrategias en la construcción de consenso y direcciones colectivas para terminar de captar a sectores indecisos

Cristina introdujo una novedad notable durante la campaña. Se desligó personalmente del aparato del partido Justicialista para lanzar su propio espacio: Unidad Ciudadana. Buscando una renovación de discurso e imagen, no renegó de la tradición y legado del peronismo y de su gobierno, pero buscó ampliar su horizonte al hablar a una ciudadanía más allá de las identidades partidarias. En cierto sentido, supo interpretar cierta aspiración social por una renovación de la representación política; aspiración también encarnada a su modo (aunque con un signo político diferente) por el macrismo.

No obstante, Unidad Ciudadana ha debido caminar durante su corta existencia sobre un delicado equilibrio: cómo expresar una alternativa de cambio al tiempo que es encabezada por una figura que encarna al gobierno anterior. En este sentido, la campaña contó con todos los beneficios pero también de la carga de la “hiperpersonalización”; es un desafío común con todos los demás proyectos de cambio que emergieron en nuestro continente en el último periodo: la creación de nuevos liderazgos que sucedan y/o acompañen a la figura central que los encabeza. Ante eso, el oficialismo ha sabido repartir la presión de la exposición mediática entre varios de sus representantes y portavoces, disminuyendo el daño y construyendo la apariencia de una dirección “democratizada” en sus formas.

Habrá que ver qué curso adoptará Unidad Ciudadana. ¿Se quedará limitada a una experiencia electoral o será el nacimiento de una nueva fuerza política? ¿Qué rol tendrá en la recomposición del peronismo?

Esto señala el tercer factor: la fragmentación y dispersión de la oposición; en especial del peronismo, que ha visto quebrada su cohesión nacional, hoy se parece más bien una confederación de liderazgos regionales.

De hegemonías y fatalismos

No hay tierra de nadie en la política. El terreno –concreto o simbólico- que un proyecto cede es rápidamente cubierto por su rival. Sobran los análisis que describen en profundidad la capacidad del macrismo para articular a su favor vastos recursos en materia de cobertura mediática, apoyo financiero, colaboración de la corporación judicial y el control del aparato estatal.

Ha sabido usar hábilmente la gestión pública en favor de la construcción de adhesiones y nuevos consensos durante estos dos años en los que ha controlado simultáneamente el gobierno de la Capital Federal, la provincia de Buenos Aires y el Estado Nacional. Todo ello acompañado por una marcada derechización de la sociedad en cuanto a las prioridades que marcan la agenda pública. En resumen, ha contado con condiciones más que ideales para forjar un escenario a su favor.

Pero más allá, el macrismo ha podido articular un relato que si bien no se encuadra dentro de las formas que solían adoptar los programas políticos del siglo XX, no por ello deja de enunciar varias ideas fuerza que empalman con aspiraciones, deseos, miedos y necesidades de una parte de la población. Estos sectores no necesariamente se identifican con el proyecto macrista en su integridad pero encuentran alguna satisfacción material o subjetiva en apoyar hoy a esta propuesta. O al menos no han encontrado suficientes razones para respaldar a alternativas de oposición.

Hay un desafío común a los proyectos progresistas no han sabido actualizarse ante los cambios que ellos mismos contribuyeron a impulsar. Nuevas necesidades, nuevas reclamos fluyen a la par de algunas deudas históricas no satisfechas completamente. Y ello ha podido ser aprovechado por esta (no tan) nueva derecha.

El énfasis defensivo en “proteger” o “rescatar” lo que fue concedido en el pasado (y que parte de la sociedad ha asumido como natural) puede confundirse con un discurso desfasado frente a las nuevas realidades. Al menos en la Argentina, parece que la “perspectiva de futuro” ha quedado momentáneamente en manos del discurso de renovación que ha impulsado este conjunto de fuerzas hoy representado por Cambiemos.

Quizá haya que empezar por preguntarse dónde se hayan los nudos que componen el sistema de valores que expresa la derecha argentina y latinoamericana hoy y cómo desatarlos. El kirchnerismo y sus aliados no han ganado una elección nacional desde 2011. Allí hay una migración en cuanto a la identificación y apoyo de una parte nada despreciable de la sociedad argentina que aún no ha sido explicado satisfactoriamente del todo.

¿Significa esto la conformación de una nueva hegemonía del proyecto que representa Cambiemos y encabeza Mauricio Macri? Sin duda es pronto para decirlo, aunque el oficialismo y sus aliados volcarán sus esfuerzos en fortalecer esa idea. Pero a la par de la consolidación del triunfo de Cambiemos en 2015, se reafirma la polarización social y política traducida a las urnas.

No todo está dicho y es sumamente temprano para fatalismos. Más allá del impacto político que representa esta votación, una renovación parcial del Parlamento no se traduce automáticamente en consenso. En ese sentido, los enfoques estrictamente electoralistas acaban nublando más de lo que acaban. Quizá simplemente esa dinámica social aún no logra traducirse efectivamente en las urnas. Pese a la centralidad que tienen la competencia electoral en nuestra cultura política representativa, la política la trasciende.


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