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Habitantes de la ciudad caminaron hacia los monumentos a depositar flores, o sencillamente a rendir homenaje a sus padres y abuelos.

Habitantes de la ciudad caminaron hacia los monumentos a depositar flores, o sencillamente a rendir homenaje a sus padres y abuelos. | Foto: Alejandro Kirk

Publicado 8 mayo 2023



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Son monumentos que resaltan tanto el humanismo de los soldados como el sacrificio de los trabajadores.

Temprano en la mañana del 9 de mayo de 2022, con mis colegas y amigos Bruno de Carvalho y Maurizio Vezzosi nos encaminamos hacia el puerto de Mariúpol, en el mar de Azov, para cubrir la celebración del Día de la Victoria soviética sobre la Alemania nazi en 1945. En Donetsk se habían suspendido las ceremonias habituales, por temor a un ataque artillero ucraniano al centro de la ciudad, que contrariamente a lo que todos esperábamos pocas semanas antes, habían comenzado a intensificarse.

Por ese entonces Mariúpol era una ciudad prácticamente en ruinas, devastada por la batalla, y por la práctica ucraniana de usar los edificios residenciales y públicos como puntos de combate, con la población civil de escudo. Ya habíamos estado allí muchas veces, y los testimonios abrumadoramente coincidían en que los nacionalistas emplazaban tanques y cañones en los amplios patios de los edificios de construcción soviética, y que luego se retiraban incendiando las residencias, con sus habitantes encerrados en los sótanos.

La batalla por Mariúpol no había terminado: los grupos nacionalista neonazis y del ejército ucraniano se habían atrincherado en la planta metalúrgica de Azovstal, la más grande de Europa, construída por la Unión Soviética para resistir un ataque nuclear, con una sólida protección de concreto, e inmensos subterráneos con laberintos conectados entre sí y salidas camufladas al exterior. Saldrían con los brazos en alto, un par de semanas después.

Como en todas las ciudades soviéticas, un parque enorme y una explanada son el sitio de homenaje a los 27 millones de ciudadanos soviéticos caídos en defensa de su patria socialista tras la invasión alemana de 1941. Son monumentos que resaltan tanto el humanismo de los soldados como el sacrificio de los trabajadores. Son espacios que conmueven en tiempos de paz, y más aun estando a pocas cuadras de la siderúrgica, con los estampidos constantes de la artillería como marco de la celebración. Mariúpol ostenta el título de Ciudad Héroe de la Unión Soviética, como lo destaca un muro de mármol rojo, en que también están los nombres de muchos de los caídos, y a donde llegan las familias a depositar flores.

En un extremo del muro se agregó una nueva escultura: la efigie de la famosa "babushka" (abuela) campesina que en la zona de Járkov sacó de su desván la bandera soviética para saludar a quienes ella pensaba eran soldados rusos. Pero eran nacionalistas ucranianos que le pasaron alimentos y pisotearon la bandera entre burlas. La mujer les devolvió la comida y recuperó su bandera, gritándoles en su cara el significado de aquel paño rojo en la lucha contra los invasores nazis. Su imagen se convirtió en emblema de la Operación Militar Especial, que muchos soldados y oficiales rusos portan en su pecho.

En Mariúpol, por esos días no había electricidad, comunicaciones, agua, combustible, y la gente cocinaba con cualquier pedazo de madera en los jardines de los edificios que se conservaban en pie. En los edificios destruidos, muchos, se vivía en los sótanos construidos precisamente para el evento de una guerra, pero no entre rusos, sino posibles invasores externos. Por primera vez desde febrero se escuchaba música, producida con generadores. Canciones de la Gran Guerra Patria. Centenares de habitantes de la ciudad caminaron hacia los monumentos a depositar flores, o sencillamente a rendir homenaje a sus padres y abuelos. Se hizo una marcha, encabezada por el líder de la República Popular de Donetsk, Denis Pushilin. Todo eso, repito, en medio del cañoneo incesante en Azovstal.

Fue un día caluroso de primavera. Entrevisté a mucha gente, preguntando por qué estaban allí. Vimos una familia numerosa, comandada por una mujer de unos 60 años. Cuando ella supo que yo venía de Chile me abrazó y con los ojos humedecidos dijo que había lamentado mucho el golpe de Estado de 1973, y en particular la muerte del Víctor Jara, que esperaba que nunca algo tan atroz volviera a suceder. La familia entera nos rodeó, nos contaron de sus penurias y de su esperanza de que la guerra terminase pronto y reconstruir sus vidas. Habían caminado desde lejos para llegar al acto de la Victoria, y se sentían alegres de haber retornado a Rusia.

Me vi allí en la extraña situación de ser consolado por un Golpe ocurrido en mi país de nacimiento 49 años antes, por una familia que estaba viviendo una tragedia mucho mayor, pero con ese espíritu tan ruso que algunos llaman resiliencia. No sería la única vez que me encontraría en tal situación.

En otra ocasión, una pareja de ancianos cocinaba borsch, la sopa típica ucraniana, en la puerta de su edificio. Yo grabé la cocción, no sin apetito, y el hombre preguntó de dónde venía. — "teleSUR, Venezuela", y él exclama -como me pasaría luego muchas veces- "¡Venezuela! ¡Chávez, el Presidente del pueblo!", para luego agregar que al menos esta guerra estaba sirviendo para que Estados Unidos redujera la presión del bloqueo. Otra vez, alguien pensando en el mundo en medio de ese espanto, siendo solidario en medio de las ruinas de su propia vida. Un fenómeno que después constataría como muy ruso.

Varios meses más tarde yo resultaría herido de cierta gravedad por un proyectil ucraniano en pleno centro de Donetsk. Dos costillas -quebradas- impidieron que una esquirla de una carga de 155 mm, de fabricación francesa, penetrara en mis pulmones. La esquirla es hoy parte de mi cuerpo, igual que la memoria de aquel 17 de septiembre y las semanas posteriores: el hospital público, los médicos y médicas, los soldados heridos, las autoridades de Donetsk. Otra muestra del espíritu ruso, que hasta hoy contrasta vivamente con la actitud de la prensa de mi país de nacimiento, que ignoró el hecho para no tener que hablar de los ataques ucranianos a civiles. También con la del Gobierno "progresista" por el cual voté en 2021, que nunca siquiera preguntó por mi salud. O del Colegio de Periodistas al cual pertenezco, que tampoco tuvo reacción alguna. ¿Cómo hubiese sido si yo fuera periodista de un canal comercial, víctima de un proyectil ruso en suelo ucraniano? Por mucho menos se han hecho escándalos internacionales.

Son símbolos políticos e ideológicos del mundo que cambió, y de la inconsistencia creciente de términos como "izquierda" y "progresismo": los comunistas de Chile y España participan de Gobiernos que respaldan a Zelenski, quien persigue y asesina comunistas. Un régimen que glorifica a Stepan Bandera y los colaboracionistas con los invasores, que no sólo no celebra el 9 de mayo, sino que derriba los monumentos a sus propios héroes soviéticos, quema libros, intenta reescribir la historia para presentar a las hordas genocidas de Hitler como libertadores.

A fines de marzo, cuando llegamos al Donbás, el mismo día de nuestro arribo, asistimos a una rueda de prensa del jefe del Gobierno al frente de un cajero automático, en el centro de la ciudad de Donetsk, donde cuatro días antes un misil ucraniano Tochka Uno había causado la muerte a 20 personas. Allí Pushilin lanzó un aviso optimista que la realidad más tarde desmintió: éste, dijo, sería el último ataque de envergadura de los nacionalistas, estaban por llegar a su fin los ocho años de bombardeo constante contra los civiles.

Por esos días el Ministerio de Defensa ruso organizaba giras periodísticas por las zonas cercanas al combate. Incluso una vez en Mariúpol, en abril, para visitar el teatro que según el régimen de Kiev habían destruido los aviones rusos con tres mil personas en su interior. En ese momento la batalla se desarrollaba aún en el centro de la ciudad y esas giras no estaban exentas de peligro. Al contrario. Cada gira nos llevaba a lugares apenas copados por Rusia, algunos sin haber disparado un tiro, como Jersón, Berdyansk o Melitopol, donde rápidamente se rusificaba la vida: pasaportes, placas de automóvil, bancos, moneda, etc. Eran lugares donde no se produjeron batallas, y había un ambiente plácido, normal, con cafés y bulevares llenos de gente.

En Jersón conocí a Kirill Stremousov, joven y energético vicegobernador de la región. Entusiasta, hablaba un poco de castellano aprendido en Centroamérica y México. Admirador de Chávez y el Ché, me dijo. Vestía un traje gris y debajo un chaleco antibalas de color blanco. Portaba siempre un fusil AK. Me dijo que tras la guerra se construiría en esa parte del sur de Ucrania una sociedad justa, "mejor aun que la Unión Soviética". Aunque parecía todo controlado, obviamente no era asi, se respiraba tensión. Esa misma noche un atentado terrorista sacudió el centro de la ciudad. Que Stremousov anduviese armado todo el tiempo, era otra señal: poco tiempo después moriría en un confuso accidente de carretera. Meses más tarde, las tropas rusas se replegarían de allí a la margen oriental del gran río Dnieper.

Por ese entonces, abril, casi todos pensábamos -tal vez estúpidamente- que era posible un fin rápido del conflicto. Que el 9 de mayo se realizaría un desfile de la victoria también sobre el régimen de Zelenski.

Aquel 9 de mayo mi joven colega, amigo y compañero de aventuras Nikita Tretyakov no fue a Mariúpol, preocupado por el discurso de Vladímir Putin en la parada militar. Temía que el presidente sucumbiese a las fuerzas internas de la élite rusa que propiciaban, y propician, un acuerdo de paz que deje las cosas como están y les permita regresar a su vida anterior, y a sus negocios. Un año después, esa ansiedad está siempre ahí: el mundo ha cambiado radicalmente desde entonces, y es, por eso, mucho más peligroso de lo que nadie previó.

El intento de asesinato contra Vladímir Putin con drones en el propio Kremlin, llevó por fin la guerra a una Moscú moderna y cosmopolita que parecía no tener nada que ver con aquello. Para darle un golpe final al conflicto, es cada día más obvio que habrá que movilizar más reservas y generar más tensiones dentro de la sociedad, la élite y la burocracia rusa. Para Rusia esta es una guerra existencial, que no puede perder. Pero también lo es para un sistema de dominación mundial unipolar que se resquebraja a ojos vista, y cuyos líderes están dispuestos a todo para mantener. Incluso a costa de destruir Ucrania y todo el planeta.


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