• Telesur Señal en Vivo
  • Telesur Solo Audio
  • facebook
  • twitter
A unos cuántos millones de 1949
Publicado 19 noviembre 2021



Blogs


Ese año el Gordolfo Rivera quiso demostrarle su “amor grandote” a la diva. Entonces la pintó en un retrato de gran formato, sin duda uno de los cuadros más feos…

Ese año el Gordolfo Rivera quiso demostrarle su “amor grandote” a la diva. Entonces la pintó en un retrato de gran formato, sin duda uno de los cuadros más feos…

El pasado martes la empresa Sotheby’s vendió el famoso autorretrato de Frida Kahlo, Diego y Yo, en $34.9 millones de dolarucos, convirtiéndose así en la obra de arte latinoamericana más valiosa jamás vendida en subasta.

Lo cierto es que le hubiera caído de perlas algo de ese billete a nuestra excéntrica “brujita de Coyoacán”, o “sirena del huipil”, o la “uniceja mostachona” (mi favorito), pues doña Frida Kahlo a lo largo de su testereada vida como artista en solitario (ya sin el brontosapo), siempre anduvo con el Jesús en la boca y apretándose el reboso y las trenzas pa’llegar a fin de mes.

Claro que tuvo rachas donde vendió bien su obra. Entre otras, en 1938, cuando el entonces famoso actor de cine y coleccionista de arte, Edward G. Robinson (chaparrito cara dura que salía en todas las pelis de gánster) le compró de un jalón cuatro pinturas en $200 dólares cada una (entonces un buen billete). Ese mismo año, en octubre, tuvo un parteaguas en su carrera al tener una exposición personal en la galería en Nueva York de Julien Levy (con quien Frida anduvo de quereres), donde vendió la mitad de los 25 cuadros presentados. Nada mal. Pero nunca tuvo un éxito económico como el de Rivera, aunque ella lo deseó toda su vida, por más comunista que fuera.

Tomemos en cuenta que siempre fue muy espléndida y ayudó económicamente a fulanito aquí, al comité acá, a la causa allá y durante añales a su familia, desde al padre, hermanas, sobrinos, hasta a las hijas postizas. Por otro lado, y la verdad sea dicha, el intragable Batracio Rivera fue un taimado, infiel, macho irredento, tóxico a más no poder y un jijodeutilla con ella (y todas), pero siempre apoyó económicamente de manera incondicional a Frida hasta su muerte, a los 47 años. A ella y también a su familia, en especial a la hermana chica, Cristina, con la que, no podía ser de otra manera, también mantuvo una tórrida relación (¡esconda a la abuela en la sacristía!). Hasta ahí bien por el Brontosapo.

Lo que nos interesa es la fecha en que se pintó el cuadro recién subastado, 1949. Año de trompicones por diestra y siniestra para los involucrados en esta historia: mientras a Frida la hospitalizaban de nueva cuenta para practicarle siete dolorosísimas operaciones de espina dorsal que la mantuvieron nueve meses postrada en una horrible cama de hospital, el bellaco de Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, mejor conocido como don Carasapo Rivera, ya estaba entre brazos y piernas de otra intragable como él, pero bellísima: María Félix (la pregunta es una: ¿quién habrá ido arriba de quién?).

En 1949 la Félix ya era La Doña, un alias que se le pegó a partir de su estelar en la película de Fernando de Fuentes, Doña Bárbara (1943), donde la protagonista era una mujer altanera, despiadada, vengativa, fría, o sea María Félix (“Yo no me creo la divina garza, soy la divina garza”). Así que para entonces la de Sonora ya tenía bien ensayado su papelito de reina de hielo y semidiosa inalcanzable e indiferente, que la ayudó a mantener el mito de la “diva desafiante” a través de 47 películas en las que su actuación fue más mediocre que nuestra Selección Nacional de futbol, si bien su belleza, porte, gesto y seguridad en sí misma llenaban la pantalla, convirtiéndola en súper estrella (“No es difícil ser bonita, lo difícil es saber serlo”).

Ese año, el 14 de agosto, se suicidó su íntima amiga, la poeta, periodista y actriz de teatro experimental, Rebeca Uribe. El entonces afamado poeta y periodista Efraín Huerta describía su obra como “turbadora poesía”. En realidad, la poetisa saltó a la fama por ser la inseparable secretaria particular (léase amante) de la Doña. Cuando la Doña comenzó a andar con la pintora y escultora Amelia Abascal, La Teniente, la ultrasensible poetisa no lo soportó, se encerró en un hotel de la calle Sullivan, de la colonia San Rafael de la capital y se metió la suficiente cocaína como para hacer bailar zumba a una ballena aburrida después de ver 50 Sombras de Grey (“Si todos los hombres fueran tan feos como usted, claro que sería lesbiana”).

Por suerte para alivianar un poco el alboroto, a la Félix en ese momento le cayó como anillo al dedo un compromiso para ir a España a filmar la película Una mujer cualquiera, de Rafael Gil, aunque cuando regresó a México se encontró con otro escándalo un tanto diferente: le habían dado el Ariel a la mejor actriz, para la mayoría injustamente dado, pues quien se lo merecía era la fenomenal Blanca Estela Pavón (ella sí actuaba), que para colmo subió al estrado a recibir el premio en representación de la Félix entre rechiflidos, patadas al piso y mentadas de madre. Las críticas no se dejaron esperar en todos los periódicos y revistas que atacaban despiadadamente a la Félix (“Mi oficio ha sido ser guapa, pero una guapa con entendederas para saber qué me convenía en el cine y qué me convenía en la vida”). Por cierto, ese mismo año en septiembre, Blanca Estela Pavón murió en un avionazo. Tenía que salir de gira y su avión se averió, por lo que convenció a un matrimonio que le cedieran su lugar a ella y a su padre ¡en el siguiente vuelo!

Mientras tanto, ese año el Gordolfo Rivera quiso demostrarle su “amor grandote” a la diva. Entonces la pintó en un retrato de gran formato, sin duda uno de los cuadros más feos del muralista (la verdad el retrato nunca fue lo suyo). Tan así que ni siquiera la actriz se lo quiso quedar, vendiéndolo en cuando pudo. En él no sólo se le representaba con ropa trasparente sin chiste artístico, mostrando los pezones bastante desnivelados (detalle que la Félix verdaderamente odió y que más tarde ella misma corrigió con un poco de pintura que había dejado en un bote un albañil en la casa), sino que su apariencia quedó para la posteridad más acartonada y tiesa que un lagarto enyesado.

Pues este par de ególatras mitómanos de fabulosas proporciones se conocieron gracias a Frida, en una de sus famosas comilonas en La Casa Azul, de Coyoacán, cuando se reunieron un grupo de amigos (entre ellos el fotógrafo Gabriel Figueroa, Emilio El Indio Fernández y, of course, la Doña) para un proyecto de película. Claro, Diego cayó redondito (no le costó trabajo, porque ya lo estaba). La escritora Martha Zamora, en su muy recomendable libro Heridas: Amores de Diego Rivera (2018), el cual trata de las principales mujeres en la vida del artista guanajuatense, comenta que Diego era muy enamoradizo y podía embobarse con una rapidez inusitada, entrando en una especie de modo-imbecilidad exasperante e infantil. Como la Doña lo bateaba al principio, pronto se convirtió en su obsesión. Y ahí lo veías esperando horas a la Félix en el aeropuerto con un ramo de rosas entre las manazas, vestido con camisas de colores chillantes y el pelo relamido con grasa para zapato minero, la imagen de un perrito tierno, pero de corazón de buitre con colmillos:

“Lo más natural del mundo que Diego te adore —dijo María Félix en el libro mencionado—. Pero como yo tomaba a broma las declaraciones amorosas de Diego, Frida me pidió que lo aceptara como esposo en una carta adornada con palomitas y motivos mexicanos. Yo les dije exactamente la verdad: que los quería y los adoraba, pero la mejor manera de conservarlos como amigos era seguir como estábamos”.

Para entonces Frida Kahlo sabía que no tardaría en morir. La relación del dúo narcisista no tardó en convertirse en lo que hoy se dice “viral”. Frida se llevaba bien con la Félix, quien con su acostumbrada no-modestia llegó a comentar:

“A Frida la quise tanto como a Diego. Era inteligente, divertida, lépera como ella sola. Soportaba sus penas exteriormente muy bien, pero yo notaba que sufría muchísimo. La recuerdo metida en aquellos cepos y aparatos, físicamente deshecha pero con el espíritu en alto. La mayor de sus penas era ver cómo se moría poco a poco. Yo le llevaba pedazos de vida: mi alegría, mi juventud, mi entusiasmo. Cuando me separé de Agustín, la visitaba mucho con Diego en su casa de Coyoacán y me quedaba a vivir unos días ahí como la cosa más natural del mundo. Dormía, desayunaba, los veía pintar. A Frida le gustaba que yo viviera con ellos. Por su condición de lisiada no podía tenerme celos y hasta se identificaba con Diego en su amor por mí”.

Sin embargo, la relación de ellos la hirió profundamente. Así, desde su castillo-cárcel (su cama) y en medio del dolor, pintó en 1949 Diego y yo, un autorretrato que según lo enterados “simboliza la tempestuosa relación entre Kahlo y Diego Rivera, quien está representado en el centro de la frente del artista, con un tercer ojo para simbolizar el grado en que él ocupó su conciencia, pero también se trata de un cuadro cargado de emoción que alude a la relación de Rivera con María Félix”.

En la introducción de El Diario de Frida Kahlo: un íntimo autorretrato (1995), Carlos Fuentes escribe:

“¿Es el dolor algo que no se puede compartir? Más aún, ¿puede siquiera decirse el dolor? Es indescriptible (…). Se pueden conocer los pensamientos de Hamlet, pero no se puede realmente describir una jaqueca: el dolor destruye el lenguaje”.

Con Frida el dolor no es mudo. Se convierte con su obra en un aullido plástico desgarrador, que años después, junto con su exotismo y excentricidad y con la ayuda de las entonces influencers, como Madonna (que dentro de su colección de arte valuada en $250 millones tiene cinco extraordinarios cuadros de Frida), se convierte en bandera de ese renacimiento feminista encabritado que vino a reclamar pista con justa razón (y a dejarnos la palabra “empoderada” tatuada en la frente). Sin embargo, Frida Kahlo, vuelve a decir Carlos Fuentes, es una de las grandes voces para el dolor en un siglo que conoció, acaso no más sufrimiento que otros tiempos, pero sin duda una forma de dolor más injustificada y por ello más cínica, vergonzosa y publicitada, programada e irracional, que cualquier otro tiempo.

Al final del camino María Félix se negó a la insistente petición de matrimonio de don Gelatino Rivera. Además, no le quiso prestar el feo cuadro La Doña para que fuera pieza central de la magna exposición que se organizaba ese año de él en el Instituto Nacional de Bellas Artes, por lo que el pintor le dejó de hablar por largo tiempo. Después se contentaron y entonces siguió yendo al aeropuerto a esperar a la diva por horas con flores en la mano:

“(…) una vez que regresé de París, Frida ya no estaba, y a mí Diego no me avisó que había muerto. Me sentí muy mal cuando me llevó a la casa de Coyoacán y, sin decirme nada, me enseñó la cama de Frida vacía y la urna donde guardaba sus cenizas”, recordó María Félix.

Apuesto que Diego se retorció de envidia al enterarse que Frida ahora tiene el récord de la obra más cara vendida de arte latinoamericano, por $727 millones de pesos tenochcas. 

Mientras tanto por mi parte, ¡otro cuadrito que se me va por falta de lana!


teleSUR no se hace responsable de las opiniones emitidas en esta sección

Comentarios
0
Comentarios
Nota sin comentarios.