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Publicado 10 septiembre 2015



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Los que hayan vivido su infancia durante la Cuarta República recordaran sin esfuerzo la necesidad que tenía el gobierno de nuestro país de enfrentar al pueblo venezolano contra el colombiano.

Era una constante que afloraba cada vez que la coyuntura política lo ameritaba. Se afirmaba que los colombianos y colombianas llegaban a territorio venezolano no sólo para engrosar los indicadores de pobreza sino que también ocupaban las plazas de hospitales, escuelas y otros servicios públicos; plazas que en muchas ocasiones los propios venezolanos, embelesados por la Venezuela Saudita, dejaban voluntariamente vacíos. 

Quizá esa percepción de aprovechamiento de los recursos y políticas sociales por parte de los colombianos era la justificación para que los gobiernos de la Cuarta República ni siquiera se plantearan la necesidad de reconocer la identidad de esos vecinos que ya habían encontrado en Venezuela su lugar en el mundo.   

Nunca se planteó una regularización de extranjeros y sólo unos pocos podían acceder a este derecho humano a través del dinero. La corrupción institucional permitía a las personas migradas o desplazadas acceder a la documentación previo pago.  

 

Sin embargo, en el cotidiano de los barrios populares se tejían otro tipo de relaciones y el vecinazgo nos obligaba a estrechar lazos de solidaridad con esos hombres y mujeres que habían dejado atrás una historia de violencia en Colombia. 

Entre los barrios venezolanos, quizá sean Catia y Petare los que más alto enarbolen la bandera de la construcción de la intereculturalidad. El contacto diario fue ablandando el prejuicio de "aprovechadores" que se tejía en torno a los colombianos y con el paso del tiempo pan de bono, jugo de mandarina, mango con sal y vallenato fueron calando en el gusto de los venezolanos.  

El 3 de febrero de 2004 el presidente de Venezuela Hugo Chávez,  a través de un Decreto Presidencial inició una Campaña Nacional de Regularización de Extranjeros que pretendía saldar la "Deuda histórica de Venezuela con los migrantes" y reconocer los derechos de los otros que un día llegaron a Venezuela a construir el nosotros. A pesar de esto, todavía hoy los medios de comunicación contrarios a los gobiernos progresistas latinoamericanos señalan que en Venezuela se propicia el odio entre los pueblos colombianos y venezolano. 

 

Al pasear por Catia o Petare el vallenato y la salsa comparten protagonismo como banda sonora. La voluptuosidad de las frutas, diversidad de acentos y los vendedores de pescado que gritan "Boca chico!. Mojarra!. Cachama! nos recuerdan que el pueblo colombiano no sólo es nuestro vecino fronterizo sino también lo es en nuestra comunidad. Y es precisamente desde aquí, desde la relación cercana, donde nosotros debemos apostar por el encuentro y la construcción colectiva; dejemos que nuestros gobiernos se encarguen de garantizar la soberanía de ambos países. 


Por: teleSUR

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