Stalingrado, la lección que nuestros pueblos no deben olvidar | Blog | teleSUR
7 febrero 2016
Stalingrado, la lección que nuestros pueblos no deben olvidar

El 3 de febrero se cumplió un aniversario más de la rendición de las tropas nazis en Stalingrado, después de seis meses de heroica lucha, en la que finalmente la humanidad se impuso sobre la barbarie fascista. Las páginas alrededor de aquel singular momento se cuentan por miles; sobran las consideraciones de tipo militar; incluso se ha intentado borrar o minimizar su significado de mil maneras. Por esa razón, los detalles, que son inconmensurables, no son lo que nos ocupa en este escrito, preferimos resaltar el espíritu humano que llevo al extremo del sacrificio a cientos de miles de hombres y mujeres en defensa de lo que creían.

Stalingrado, la lección que nuestros pueblos no deben olvidar

Para ver la grandeza de aquella épica gesta del pueblo soviético es necesario despojarse de los prejuicios, y evitar caer en la trampa que nos pone en el campo del bien y del mal. Más allá del genio estratégico que condujo 180 días de incomparable dolor, está el actor único, el más importante, aquel que los historiadores normalmente omiten para resaltar figuras y descontextualizar la actividad humana.

La derrota del fascismo en Stalingrado se produce mucho antes de que los nazis decidieran invadir aquella ciudad del Volga. Comienza en otra parte, en la forja de la consciencia popular acerca de lo que constituyen su entorno, aquello a loque todos llaman hogar. Estas ideas, traducidas como soberanía en el lenguaje liberal, nos resultan muy extrañas en nuestros días, y muchas veces nos preguntamos las razones de un pueblo para ir contra sus propios intereses, y la mayoría de esas veces nos conformamos con la simplista explicación de que “cada pueblo tiene lo que se merece”. En esos simplismos se inician nuestras derrotas.

Creer que la decisión de entregar la vida a cambio de lo que entiendo como mi ser, mi entorno, lo mío, surge de la voluntad espontánea de una multitud, que dentro de la refriega es capaz de encontrar el orden y la organización necesarios para vencer, resulta absolutamente absurda. Tan absurda como la creencia de que una clase es por definición revolucionaria, que solo está a la espera de que le llegue el momento de cumplir su papel histórico.

Bajo el dominio hegemónico de las ideas de la clase dominante, los procesos revolucionarios tienen una tarea que va más allá del primer golpe contra el enemigo. Sencillamente porque ese enemigo permanece vivo mucho después de la victoria insurgente, y su actividad contrarrevolucionaria es audaz, intensa, sin escrúpulos y sin creencia alguna que no sea recuperar los privilegios a los que se cree predestinado.

De ese modo la tarea revolucionaria, recae en un partido político del pueblo, y ese partido comienza necesariamente el trabajo que no se podrá detener jamás, pues, como ya hemos visto, los procesos son reversibles y las contrarrevoluciones están siempre activas. Por consiguiente, la actividad partidaria es diaria, se produce en la colectividad, en la construcción permanente al lado de toda la sociedad. Ese partido es el que puede desafiar a la clase dominante y plantear las ideas nuevas que han de terminar con la ideología que nos somete.

Llegados a este punto, la propia actividad del partido del pueblo va más allá de la de los partidos sistémicos, que normalmente se disputaran la administración del mismo régimen. Y ese partido, que aspira a plantear la revolución como el camino a seguir, es capaz de entenderse a sí mismo como parte de la dialéctica en la lucha, y que, por consiguiente, deberá, para mantenerse vigente, ser capaz en todo instante de comprender cabalmente cada momento histórico. Debe ser capaz de construir una nueva ideología dominante que es el resultado de las nuevas condiciones reales de la sociedad.

De esta manera, el partido del pueblo asimila la idea de su papel fundamental en el fortalecimiento ideológico de la revolución. Esta tarea no es fácil, porque no se trata de imponer juicios o prejuicios, sino de desmantelar la ideología dominante que por largos años nos ha proporcionado todas las cosas en las que creemos, absolutamente todas. Hasta las costumbres son determinadas por esa ideología, que en nuestros días está condicionada por los intereses económicos más mezquinos que conociera la humanidad. Esto nos lleva a entender que, a diferencia de los partidos sistémicos, el trabajo es mucho más que el meramente electoral.

La tarea fundamental de la humanidad es preservar su existencia y la de su entorno; ese asunto se encuentra hoy amenazado de muchas maneras, por fuerzas que no se detendrán por acción voluntaria o por arrepentimiento. Es muy común que en nuestros países el pensamiento no dedique mucho a una lucha que le resulta imperceptible e ininteligible. Por esa razón, la dominación resulta mucho más fácil, desde múltiples direcciones, y los procesos electorales resultan un albur, en lugar de ser instrumentos de consolidación democrática para los pueblos.

¿Por qué razón un pueblo no reacciona en lucha hasta las últimas consecuencias ante una afrenta, como un fraude electoral, o el saqueo descarado de sus bienes? ¿Se trata de que este pueblo se merece el castigo? ¿O es que no está preparado? ¿O sus líderes están muy adelantados a su tiempo? ¿Por qué causa votaría un pueblo en contra de aquellas conquistas que le han dado una vida más digna, que con seguridad nunca antes tuvo? Aquí es sencillo perder de vista al enemigo; en cuanto buscamos explicaciones el culpable es aquel que no puede defenderse. Aquí nos convertimos en un obstáculo para la revolución.

La política es bastante compleja, y encierra muchas relaciones que no se pueden abordar en unas pocas páginas, pero la tarea revolucionaria debe consistir en que las transformaciones adquieran carácter irreversible y eso solo se dará en la medida en que avancemos en la forma en que piensan las mayorías. Una sociedad gana consciencia de lo que tiene en un ámbito distante a las conquistas mismas. Después de pasado un tiempo, aunque me hayan regalado una casa, el concepto de la gratitud  desaparece, y entonces entran en juego mis ideas,la que son predominantes en la sociedad; aquellas que en el capitalismo imponen el individualismo y el consumismo.

La lección que podemos tomar de Stalingrado radica precisamente en que en ella encontramos una convicción colectiva que está por encima de toda individualidad, por lo que la defensa de la condición humana alcanzada se da al costo más elevado. Nada de eso sucedió al azar, ni como resultado del destino. Muchos se dan a la tarea de resaltar maliciosamente las figuras individuales, como la Stalin, quien visto a través de la lupa de los prejuicios se ha convertido en el “demonio” comunista, e ignoran que la victoria es del pueblo soviético, consciente y decidido a derrotar a un enemigo que ha identificado perfectamente a través un proceso largo, constante, incansable.

Esa victoria ejemplar, comenzó su construcción varias décadas antes de consumarse. Eso debemos tenerlo siempre muy claro, así como las condiciones, objetivas y subjetivas, que condujeron hasta aquel gran día de febrero de 1943, cuando la humanidad pudo respirar un poco más tranquila, por un momento. 73 años más tarde los mismos fantasmas nos acechan y es evidente que tenemos muchas tareas pendientes de hacer para conseguir otra victoria para la humanidad.

Seguiremos en lucha, optimistas, trabajando para que llegue el día en que ningún pueblo crea que lo que le conviene a Macri le conviene a el mismo; en que los Ramos Allup serán tratados como traidores sin derecho a tregua, en que los Juan Orlando Hernández no podrán mentir al pueblo diciéndole que vive mejor siendo más pobre.

Que quede claro que no basta con indignarse, hay que creer en nuestra tarea fundamental como humanos, y entender el significado de esta como algo colectivo que no se compra ni se vende. Nuestra posición socialista se debe a nuestra convicción de que la humanidad entera debe tener una vida mejor, en un mundo que entendemos y respetamos.


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