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El gobierno de Estados Unidos sabía que Juan Orlando Hernández cometería un fraude monstruoso y que desataría su jauría militar, sedienta de sangre contra la población desarmada.

El gobierno de Estados Unidos sabía que Juan Orlando Hernández cometería un fraude monstruoso y que desataría su jauría militar, sedienta de sangre contra la población desarmada. | Foto: EFE

Publicado 28 diciembre 2017



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Honduras se viste de rojo, por la sangre que derrama la dictadura; por el baño que sale de la ayuda militar de Washington al bipartidismo criminal hondureño, pero también por la bravura y dignidad de su pueblo, que se niega a seguir las direcciones de un liderazgo que lo lleve a rendirse.

Durante varias semanas previas al proceso electoral del 26 de noviembre, se desató una cadena de rumores y noticias que anunciaban un escenario de violencia como resultado de las elecciones. El gobierno de los Estados Unidos emitió una advertencia a sus ciudadanos de abstenerse de viajar a Honduras, pues se estimaban brotes fuertes de violencia incluso pasado el fin de año; a quienes estuvieran en el país, se les recomendaba enfáticamente apegarse estrictamente las directrices de las autoridades locales.  El gobierno de Estados Unidos sabía que Juan Orlando Hernández cometería un fraude monstruoso y que desataría su jauría militar, sedienta de sangre contra la población desarmada.

Durante las dos últimas semanas, las esposas de oficiales del ejército y damas de la oligarquía comentaban en los salones de belleza sobre la necesidad de almacenar cantidades suficientes de alimentos y agua, en virtud de lo que se venía. Sin lugar a dudas, la oligarquía hondureña y los altos jerarcas de la oficialidad también sabían que reprimirían a sangre y fuego la cólera desatada por el fraude electoral que impondría Juan Orlando Hernández como ganador.

También lo sabía la iglesia oficial, esa en donde ofician curas ladrones y pastores que usan trajes de cinco mil dólares. Todo el crimen organizado que rige en el país, descrito en las líneas anteriores preparó el escenario por varios años; la Policía Militar no era un capricho de JOH, era el brazo militar de la operación encargada de ejecutar el asesinato de decenas de jóvenes identificados en las barricadas; de su seno salen también los sicarios que se dedican a una fase renovada de la limpieza de clase que se encuentra en pleno desarrollo en el país.

Los medios de comunicación, bestias carroñeras que se alimentan de las migajas que les dispensan por orden del Comando Sur, propagan mentiras y se dedican a fabricar dramáticas historias sobre las “terribles pérdidas económicas “del país, pero no mencionan ni los secuestros, ni los asesinatos, ni las redadas ilegales en los barrios populares de Tegucigalpa o San Pedro Sula, o cualquier ciudad del país. No dicen nada sobre los menores de 7 años muertos por los gases lacrimógenos lanzados por la policía en sus hogares mientras dormían.

Los medios internacionales, en su infinita hipocresía, se afanan en encontrar “el balance”, y se dedican a entrecomillar todo, o llamar a las víctimas con el mismo lenguaje oficial: saqueadores, mareros, delincuentes, en un país, donde casi el 75 por ciento de la gente tiene buenas razones para robar, pues el sistema de distribución solo entiende de llenar el estómago de los que más tienen. Del mismo modo, se empeñan en hablar de dos fuerzas en choque, como si fueran dos ejércitos regulares, con igualdad de fuerza en una batalla convencional.

Mientras tanto, la OEA y el Departamento de Estado juegan la farsa diplomática que todos conocemos desde el Golpe de Estado en 2009. Los gringos no le darán a Nasralla lo que ellos mismos planearon NO entregarle jamás. Y sin embargo, este en su falta de experiencia, aterrado por la idea de perder su “pureza centrista” se apresura a abjurar de su relación con Mel Zelaya y el partido LIBRE, por chavistas, izquierdistas y bochincheros.

No percibe Nasralla, que su fuerza se origina justamente en el soporte popular que proviene de esos que ahora hacen bochinche; que el bochinche lo hacen justamente por defender la causa contra la dictadura que él representa. En su candidez cree el Almagro, enemigo de los pueblos de América Latina, lacayo del Departamento de Estado, y aliado natural de Hernández.

Nasralla cae en la tentación de una solución fácil; le hacen creer en el “pragmatismo” que nos ha esclavizado por siglos, espera que de afuera le llegue la unción, y marca distancia con su aliado, el pueblo que lo lleva a la presidencia.  Cae en la trampa, no se percata que la correlación de fuerzas en la OEA no permite ni en broma a aspirar una solución a la crisis hondureña. Tampoco entiende los mensajes claros de la mente criminal en el State Department, que decide revelar su papel protagónico en el crimen.

Toda esta conspiración se desarrolla mientras el pueblo hondureño se aferra a un arma fundamental: la razón de su lado. Este actor que por fin se ubica como sujeto político, que ha perdido la credulidad, que no le cree a nadie, y que está siendo orillado a entregar su vida por su libertad. Las luchas en las ciudades, especialmente en el norte del país, cogen matices heroicos, la gente apoya a los jóvenes que retienen todas las vías de comunicación, con alimentos, con agua, mientras el ejército desplaza miles de efectivos para sofocar la rebelión.

Y las masas se organizan, hacen pausas para reestructurar y mejorar las técnicas de lucha; al mismo tiempo, Juan Orlando Hernández manda sus sicarios para que hagan ejecuciones sumarias, jóvenes que mueren de un balazo en la cabeza. Es disparado desde una motocicleta en marcha, el modus operandi muy conocido, escuela israelita, operación a la colombiana. Mientras tanto, apresan a 300 personas por participar en las manifestaciones de rechazo al fraude, pero es nada en un país donde seis mil campesinos, al mes, gastan gran parte de su salario mensual en transporte para reportarse a los tribunales donde los acusan criminalmente por su lucha por la tierra.

Honduras se viste de rojo, por la sangre que derrama la dictadura; por el baño que sale de la ayuda militar de Washington al bipartidismo criminal hondureño, pero también por la bravura y dignidad de su pueblo, que se niega a seguir las direcciones de un liderazgo que lo lleve a rendirse. Muchos de los trescientos arrestados serán sometidos a la Ley Antiterrorista promulgada recientemente por los terroristas de verdad; les aplicaran penas de 50 años de cárcel y multas millonarias, y esa es una fotografía de lo que podemos anticipar para otros países de América Latina en 2018.

El pueblo hondureño merece la solidaridad de sus hermanos del mundo; merece que su voz se escuche más allá del ruido ensordecedor de los medios mercenarios. Merece que todos los pueblos del mundo se abracen en su apoyo fraterno.


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