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El caso HSBC, la guerra fiscal y los paraísos fiscales internos y externos
Publicado 6 diciembre 2014



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Los paraísos fiscales no son islas paradisíacas que recurren a la dádiva tributaria para sobrevivir las adversidades del trópico, por el contrario, el grueso de los paraísos se hallan en el seno del mundo desarrollado, como los territorio británicos de ultramar de Gibraltar, Monserrat, Caimán y Man del Reino Unido, las Islas Vírgenes de EEUU, Cook de Nueva Zelanda, Aruba y Curazao de Holanda, el régimen de tenencia de valores extranjeros de España y Andorra y Chipre en la UE, entre muchos otros.

Quizás le parezca sorprendente, pero si hay algo difícil de conocer en la economía capitalista, es la rentabilidad del capital. Es un secreto bien guardado que levanta las sospechas del más desprevenido. Si no me cree, intente encontrar estadísticas comparadas de distribución funcional de la riqueza, esa que muestra la distribución del ingreso entre trabajadores y las distintas rentas del capital, y comprobará personalmente la dificultad.

Es porque desde principios de los 70, bajo el paradigma de que la desigualdad es un tema vinculado a los atributos personales y no de clase, la producción de cuentas nacionales se desinteresó por la distribución funcional y la reemplazó por la distribución personal del ingreso, que permite hacer mediciones interpersonales de la desigualdad sin que el concepto de clase estorbe el análisis. Pero supongamos que tuviese algo de suerte encontrando estas estadísticas, entonces le diría que no se anime mucho, porque de todos modos estará subestimando seriamente la rentabilidad del capital.

Porque una de las mejores formas que encuentra el capital para aumentar su rentabilidad es eludiendo la presión fiscal, a veces lo logra empleando mecanismos legales, que siempre resultan ilegítimos. Las agencias fiscales tienen un enorme desafío al enfrentar estas termitas fiscales que roen la capacidad recaudatoria en este mundo globalizado y tecnológico.

A grandes trazos, las estrategias del capital concentrado para evitar asumir la carga pública tributaria varía dependiendo de cuál es su poder fáctico. Si es grande y además cuenta con el soporte ideológico de una cultura muy permeable a la desigualdad como la anglosajona, directamente recurre a construir una legislación tributaria regresiva y favorable al poder económico como durante la era Carter-Bush-Tatcher.

En cambio, si tiene menos poder o la sociedad es más indigesta con la desigualdad, recurren a mecanismos tan ilegítimos como creativos. Utiliza la estrategia de debilitar la capacidad de las agencias tributarias (como durante el menemismo en Argentina), o de apoyarse en el poder de cabildeo para cooptar los organismos de regulación, o de los medios de comunicación que controlan para someter por esta vía al poder político y, en última instancia, siempre cuentan con el recurso fácil de apoyarse en costosos equipos de abogados para influir en una de las fuerzas más conservadoras y predispuestas a defender los intereses corporativos como desde siempre lo ha sido el poder judicial. No es una historia nueva, el mismo Napoleón tuvo que diseñar el código que lleva su nombre para encorsetar con un texto la discrecionalidad de los jueces que revertían con sus fallos los resultados de la revolución popular.

Pero en nuestra latinoamérica existen dos estrategias favoritas muy nocivas para aumentar la rentabilidad del capital. La más visible es la evasión de capitales al exterior vía fuga. Las ganancias siempre se trasladan artificialmente hacia destinos tributariamente más benévolos. Aprovechan las dificultades para controlar los movimientos de capitales y bienes a lo largo de nuestras extensas fronteras (entre argentina y Paraguay por ejemplo se han detectado casos de exportaciones ilegales de soja para evitar el pago del impuesto a las exportaciones), o a través del mecanismo conocido como “transferencia de precios”, es decir, subfacturando importaciones y sobrefacturando las exportaciones de modo que las ganancias se trasladan a paraísos fiscales con alícuotas generosas, o directamente, utilizan a la gran banca internacional siempre bien predispuesta para constituirse en el vehículo para apoyar la fuga y el lavado ocultándole las transferencias al fisco.

El pasado 27 de noviembre, la agencia tributaria argentina hizo una denuncia penal por evasión fiscal y asociación ilícita contra el banco Suizo HSBC. La denuncia se apoya en una filtración interna iniciada “à la wikileaks” por un ingeniero en sistemas, Herve Falciani, del propio banco que difundió los registros mundiales de 130.000 titulares y apoderados de cuentas en Suiza entre 2006 y 2008, que  permitió detectar más de 4000 registros de cuentas de firmas o de residentes de Argentina en Suiza, la mayoría no declaradas al fisco por un monto que supera los 3 tres mil millones de dólares. Las contundentes pruebas  han desatado simultáneamente investigaciones, demandas y fallos adversos por evasión y lavado de dinero a los evasores residentes en Francia, Italia, España y EEUU. Esta punta del iceberg de un período tan breve representa una evasión cercana al 1,5% del PIB de Argentina.

El caso es lamentablemente notorio no solo por su magnitud sino por revela una descomunal hipocresía, ya que el listado de evasores y/o lavadores involucra a firmas, empresarios y hasta políticos y técnicos -como el ex presidente del banco central Prat Gay, la cementera Loma Negra condenada por conducta monopólica y el grupo multimedios Clarín-  que están entre los principales detractores del gobierno de Cristina Fernández al que acusan de corrupción.

Lamentablemente la notoriedad de este caso no nos deja ver que el problema subyacente es una guerra fiscal no declarada entre países en desarrollo y desarrollados para capturar el capital que proviene de la evasión fiscal y el lavado en todo el mundo. La evasión castiga sobre todo a los países en desarrollo, que necesitan recursos fiscales legítimos para no recurrir al endeudamiento externo y financiar su desarrollo económico y social, y en cambio, pierden una base tributaria que es canalizada al primer mundo a través de los paraísos fiscales.

Los paraísos fiscales no son islas paradisíacas que recurren a la dádiva tributaria para sobrevivir las adversidades del trópico, por el contrario, el grueso de los paraísos se hallan en el seno del mundo desarrollado, como los territorio británicos de ultramar de Gibraltar, Monserrat, Caimán y Man del Reino Unido, las Islas Vírgenes de EEUU, Cook de Nueva Zelanda, Aruba y Curazao de Holanda, el régimen de tenencia de valores extranjeros de España y Andorra y Chipre en la UE, entre muchos otros.

Esta soterrada competencia fiscal es un instrumento más de las finanzas globales para evitar la presión fiscal y recuperar la tasa de ganancia del capital, y como sabemos bien, conduce a un resultado en el que “todos pierden”, porque a la larga, todos los países terminarán perdiendo capacidad tributaria y la capacidad de armar las estructuras tributarias progresivas necesarias para financiar el estado de bienestar.

Eliminar esta competencia fiscal que tanto daña a los países en desarrollo es una tarea que los países solo pueden enfrentar multilateralmente, porque si encaran individualmente la titánica tarea de combatir la guerra fiscal, no solo pierde eficacia la batalla, sino que el esforzado país será colocado rápidamente como paria ahuyenta-capitales, lo que puede amenazar el apoyo democrático a este esfuerzo.

Mientras tanto, existe otro gran agujero fiscal en América Latina, similar al de los paraísos fiscales, al que se dirigen grandes masas de capitales domésticos y extranjeros impulsados por cierta pasividad de las agencias fiscales para gravarlo, que es la renta generada por la valorización de los bienes raíces. La propiedad inmobiliaria está muy débilmente gravada en América Latina -con honrosas excepciones como Colombia y Brasil entre otros-. Nuestras ciudades crecen, apoyadas en las inversiones de infraestructura del estado, el otorgamiento de parámetros más elevados de construcción, el esfuerzo colectivo de los vecinos que mejoran sus barrios y la demanda propia demanda demográfica y quienes se apropian del valor que genera todo este esfuerzo colectivo, a pesar de no haber contribuido en nada para lograrlo, son los propietarios.

La propiedad inmobiliaria es una fuente importante de recaudación tributaria en los países desarrollados. Está muy vinculada a las competencias fiscales de la administración pública municipal y nuestras agencias tributarias deberían acelerar el paso para eliminar estos paraísos fiscales internos. No hay justificación para que los propietarios beneficiados por la valorización inmobiliaria generada por la acción colectiva no contribuyan a financiar al colectivo que le generó esa riqueza. Después de todo, como afirmaba Benjamin Franklin sobre los impuestos a la propiedad: “No puede aspirar a los beneficios de la Sociedad quien no abona la cuota para soportarla”.


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