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El servicio será administrado por la Corporación Estatal de Correos de Irán. (foto: Archivo)

El servicio será administrado por la Corporación Estatal de Correos de Irán. (foto: Archivo)

Publicado 19 marzo 2014



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Por un lado, Ecuador, pequeño país sudamericano de quince millones de habitantes. Por el otro, Chevron, mastodonte de la industria petrolera, cuyo volumen de negocios sobrepasó los 230 mil millones de dólares en 2012. ¿Combate desigual? No importa: Quito está decidida a hacer pagar a la multinacional por la contaminación de la que esta es responsable.

Uno de los vehículos que nos acompañaba tuvo un problema técnico. Nos vimos obligados a parar en uno de esos pueblos de la Amazonía ecuatoriana que difícilmente aparecen en Google maps. El calor agobiaba. Al lado del taller, una señora vendía baratijas a los automovilistas desamparados. Le pedimos un poco de agua fresca. Pero cuando estaba a punto de atendernos, retrocedió: “Es mejor que le compre una botella a la vecina. La nuestra puede hacerle daño”. Era la segunda vez en el transcurso de este viaje que recibía esta respuesta.

Como muchos otros pueblos de las provincias de Sucumbíos y Orellana, este no-lugar fue construido por gente venida de lejos, atraída por la explotación petrolera inaugurada por la empresa estadounidense Texaco en 1962. Sushufindi, Tarapoa, Yuca o Socha: son todas localidades que no son más que caseríos. Otras han crecido como Coca o Lago Agrio, que tienen casi 30 mil habitantes.

Josefa, una colombiana que llegó hace veinte años huyendo de la violencia de su país, nos había confesado el día anterior que por suerte se podía recoger el agua de las lluvias. “¿Y el resto del tiempo?” “¡Es agua del pozo!”, responde con una sonrisa resignada. Una mujer de rasgos indígenas nos cuenta que acaban de comenzar los trabajos para instalar cañerías de agua potable. “Y, sin embargo, por aquí nadamos en petróleo desde hace mucho tiempo”. A algunos metros, una gallina picotea ávidamente el óxido de un enorme tubo que transporta el “oro negro”, el cual atraviesa el caserío de Yuca y se pierde en la lejanía.

Hay pozos para recoger agua a menos de doscientos metros de dos “piscinas” de almacenamiento, que contienen miles de litros de residuos petroleros. Son grandes excavaciones que no fueron dotadas de un dispositivo que las aislara de la tierra y evitara la filtración de tóxicos hacia el tejido acuífero y las capas freáticas. Texaco decretó que la tierra de la Amazonia era arcillosa y, por lo tanto, impermeable. Bajo esas condiciones, no había necesidad de construir zanjas de drenaje que recolectaran los residuos que se desbordan con las lluvias.

Con el tiempo, el crudo interactúa con el agua, y libera sus moléculas más pesadas, que se sedimentan. En la superficie quedan las sustancias livianas y aceitosas. En la mitad queda una capa de agua. Para extraer esta, Texaco colocó unos tubos llamados “cuellos de ganso”. La empresa no deja de repetir que ese agua es potable, pero ninguno de sus ingenieros se atreve a beberla. Las hojas y ramas que caen alrededor de las piscinas se mezclan con el líquido. Poco a poco se ha formado una superficie blanda, que parece un colchón de agua. Sólo que su aspecto es el de una espesa pasta negra.

Una investigación publicada en 2003, y realizada principalmente en la zona de explotación de Texaco, decía que el 87,3% de los pobladores consultados en estas provincias vivía a menos de 500 metros de los pozos de extracción, piscinas y otras instalaciones petroleras. Y añadía que “el 42% vive en un radio inferior a los 50 metros”, antes de concluir que la población local había estado expuesta “a una intensa contaminación”.

Durante 28 años, Texaco gozó de una casi exclusividad en la explotación petrolera de la región. En todo ese tiempo, nunca informó sobre los peligros que corrían los humanos, animales y plantas que rodeaban los pozos y piscinas. Mucho menos le importó que algunas viviendas fueran construidas sobre lo que eran las piscinas tapadas con tierra y ramas.

La empresa abrió 356 pozos, lo que sumado a sus piscinas, da un total de 820 sitios contaminados, según señaló el tribunal de la provincia de Sucumbíos. Los campesinos e indígenas siguen hallando otros que fueron escondidos. Algunos pozos siguen vertiendo petróleo. Según la organización no gubernamental (ONG) Acción Ecológica, Texaco “extrajo cerca de 1.500 millones de barriles de crudo [...] en un área de 442.965 hectáreas [...] y, deliberadamente, vertió toneladas de material tóxico y desechos de mantenimiento y más de 19 mil millones de galones (alrededor de 72 mil millones de litros) de agua sucia en el medio ambiente.

El gas que salía de los pozos individuales, cuyas chimeneas no son demasiado altas, se quemó sin el más mínimo control. Cuando llovía, el hollín caía con el agua. Los pobladores la recogían para preparar sus alimentos y beberla, creyendo que no estaba contaminada porque “venía del cielo”.

Las comunidades indígenas fueron las más damnificadas. “No había ninguna presencia del Estado”, nos explica Jimmy Herrera, quien participa en los diálogos del actual gobierno con los indígenas de la Amazonia. “Texaco estaba en todas partes. Para compensar los inconvenientes, la petrolera ofrecía a los indígenas baratijas, objetos que no les servían para nada, o los amenazaba con la represión del Ejército si protestaban. Y los evangelistas llegados de Estados Unidos fueron su mano derecha”. Los aviones sobrevolaban la zona arrojando “ollas de aluminio, pantalones, cintas de colores, botones y fotos de los misioneros”. Los religiosos se acercaban después para convencer a los indígenas de los beneficios de la compañía petrolera y de la “civilización”. La mujer del caserío de Yuca contó que la vida de su comunidad se fue a pique porque sus miembros se vieron obligados a buscar el salario de la Texaco para sobrevivir: la contaminación había acabado con la cacería y la pesca.

Los que venimos de la ciudad sentimos una mezcla de temor y placer en esta zona despejada de la selva, con el canto de pájaros desconocidos que se mezcla con los gritos de animales invisibles de fondo. El follaje se va espesando en la distancia hasta convertirse en una majestuosa mancha verde.

Pero lo que relata Medardo Shingre nos arranca de nuestra ensoñación. Es un campesino que vive en Tarapoa desde hace unos cuarenta años, y pertenece al grupo de 30 mil víctimas de Texaco. Las tierras de su granja están envenenadas. Y no sólo nos lo cuenta: en un amplio perímetro, se puede hundir un palo de unos 20 centímetros en la tierra, y sale untado de crudo. Sin embargo, la naturaleza se adapta: plátanos adultos de tamaño muy pequeño, tubérculos de aspecto extraño, frutos y hojas que se quedan sin color. A primera vista, el terreno parece normal, compacto. Pero con el calor reblandece y se pega a los zapatos.

En las provincias de Sucumbíos y Orellana, la mortalidad por cáncer triplica la media nacional. El 43% de las familias con cáncer consumía el agua recogida a una distancia de entre 100 y 250 metros de la fuente de contaminación. La mujer de Yuca recuerda que los responsables de la compañía le habían explicado a su padre que el cáncer entre los indígenas se debía a la falta de higiene. Tampoco olvida cuando un hombre rubio les aseguró que el agua sucia con petróleo les haría más fuertes: “Si mueve a un camión, por qué no a ustedes”.

En 1992, Texaco salió del país. El 3 de noviembre de 1993, campesinos e indígenas de Orellana y Sucumbíos, apoyados por organizaciones no gubernamentales, principalmente estadounidenses, presentaron una demanda contra la petrolera ante un tribunal de Nueva York. La acusaban de daños medioambientales y sanitarios. Seis meses más tarde, varias organizaciones populares y comunitarias se unieron para apoyar la demanda de la Unión de Afectados y Afectadas por las Operaciones de la Petrolera Texaco (UDAPT). El Frente de Defensa de la Amazonia había nacido.


Tres años más tarde, Texaco, preocupado por evitar una acción judicial, suscribió con el gobierno ecuatoriano de la época un Plan de Acción de Reparación: la compañía se comprometía a limpiar 162 piscinas. “Lo que hizo simplemente fue contratar a una empresa que le tiró tierra por encima -recuerda Shingre-. Pero, al tapar las piscinas, agravó el problema, pues el petróleo quedó intacto y la contaminación de los suelos se acentuó.”

En 1998, el gobierno y Texaco firmaron el Acta de Finiquito, que protegió a la empresa de cualquier demanda del Estado después de la “reparación”. Poco importaban los 30.000 afectados, aún no indemnizados.

Pero el proceso continuó y la empresa presionó para que se trasladara a la justicia ecuatoriana, comprometiéndose incluso a respetar la decisión de los tribunales. Pablo Fajardo, un joven abogado que creció en esa región, explica la maniobra: Texaco tenía “influencia en el sistema político y judicial. Estaba, por lo tanto, convencida de que podría controlar el juicio. Y, de hecho, era verdad” . En octubre de 2003, dos años después de la compra de Texaco por Chevron, empezó el juicio en Ecuador.

Fajardo, que ha enfrentado a 39 abogados en una década, cuenta que Chevron ha gastado miles de millones de dólares en el juicio. Por su parte, el Frente de Defensa de la Amazonia no contó más que con sus propios recursos y la solidaridad internacional. Antes de que una nueva Constitución, votada en 2008, le asegurara algo de ayuda en la medida en que reúne demandas civiles [6].

Lo que Chevron no había previsto era que el país iba a cambiar con la elección de Rafael Correa en 2006. Y también sus sistema judicial. El 14 de febrero de 2011 se emitió finalmente un veredicto: la petrolera fue declarada culpable. Debía pagar 9.500 millones de dólares a la UDAPT para la limpieza de los suelos, la instalación de acueductos y la implementación de sistemas de salud y de desarrollo en la zona. Además, el juez impuso una sanción: Chevron tenía que pedir disculpas a los afectados en un plazo de 15 días posteriores a la sentencia. De no hacerlo, el pago se incrementaría al doble. Chevron se negó a obedecer. Su deuda se duplicó, hasta que el Tribunal Nacional de Justicia ecuatoriano anuló la decisión el 12 de noviembre de 2013.

Chevron, sin embargo, contraatacó enjuiciando al Estado ecuatoriano ante los tribunales internacionales, alegando que era él quien debía hacerse cargo de reparar el daño. Por lo menos ocho lobbies fueron contratados para ejercer presión sobre miembros del Congreso y del Departamento de Comercio de Estados Unidos con el objetivo de desacreditar al gobierno ecuatoriano y proteger sus intereses económicos.

En 2009, Chevron presentó en Estados Unidos 14 demandas distintas contra el Frente Amazónico, y contra cualquiera que trabajara con los afectados. En febrero de 2010, el Tribunal Federal de Nueva York aceptó que, en el marco de la Ley sobre Organizaciones Influidas por la Extorsión y la Corrupción, llamado RICO (Racketeer Influenced and Corrupt Organisations Act), se demandara a los defensores del Frente por intentar “extorsionar” a Chevron.

Actualmente, la empresa ha arrastrado a Quito ante los tribunales de Washington por “violación de los tratados bilaterales de protección de inversiones” que lo atan a Estados Unidos. No se puede esperar ninguna decisión antes de 2015. Durante todo este tiempo, Chevron no ha pagado ni un céntimo a las víctimas.

Epílogo. Hacía diez días que había vuelto a Francia. El 17 de diciembre de 2013, de madrugada, recibí un extenso correo de Morgan Crinklaw, portavoz de Chevron. Sin preámbulos, declaraba saber que había visitado “sitios petroleros en el este de Ecuador”. Después, me exponía la versión de la empresa “perseguida” por el gobierno ecuatoriano.

Crinklaw empezó a trabajar para Chevron a finales de 2008. Antes, había estado cuatro años al frente de la comunicación del Partido Republicano en el Congreso de Estados Unidos.

Al día siguiente, le envié un correo preguntándole cómo había obtenido mi dirección. Hasta hoy, no he recibido respuesta.

Fuente: http://bit.ly/1gGfIt7


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